lunes, 28 de febrero de 2011

INTRODUCCION AL DERECHO DEL TRABAJO -NEVES MUJICA

I N T R O D U C C I O N


El Derecho del Trabajo es un desprendimiento del Derecho Civil, relativamente reciente -en perspectiva histórica-, ya que su antigüedad no se remonta ni siquiera a doscientos años atrás. Para comprender las razones de esa escisión, debemos reparar en un dato jurídico de inmensas repercusiones sociales, que es el de los principios que inspiran el ordenamiento civil.

En el marco de las colosales transformaciones que supusieron la Revolución Industrial, en el plano de la ideología económica, así como de las formas de organización de la producción y del trabajo, y la Revolución Francesa, en el ámbito de las ideologías políticas y jurídicas, el Derecho Civil moderno se construye sobre pilares que pueden producir desastres sobre algunas relaciones sociales.

Se proclama que todas las personas son formalmente iguales y libres, por lo que pueden concurrir al mercado a comprar o vender cualquier bien. Como este mercado está regido por una ley natural de la oferta y la demanda, las condiciones de dicha adquisición son fijadas por ésta. Las partes pueden en esta operación, acordar sin restricciones lo que convenga a sus intereses, en virtud de la autonomía privada individual. El Estado debe garantizar que los sujetos puedan celebrar el contrato y luego lo cumplan según lo pactado, pero no debe intervenir en la determinación de los derechos y obligaciones establecidos en aquél. Si hubiera alguna ley que señalara el contenido de las relaciones jurídicas, ésta tendría carácter dispositivo, por lo que cualquier regulación diferente del contrato prevalecería sobre aquélla.

La aplicación de este esquema en el campo de las relaciones laborales, más aún con la rigidez propia del liberalismo entonces en auge, mostró que los valores consagrados por el Derecho Civil no se verificaban en la realidad: el trabajador sólo dispone de su energía, que debe ofrecer a quien la vaya a utilizar, que será un empresario, a cambio de una retribución; pero como la necesidad de obtener un empleo, es mucho mayor que las probabilidades de encontrarlo, la voluntad única del empleador establece los derechos y obligaciones entre las partes. Esto condujo a un régimen de extrema explotación de la mano de obra, sin precedentes en la historia: jornadas extenuantes, salarios miserables, pagados muchas veces en vales, pésimas condiciones de seguridad e higiene, etc. Hay multitud de testimonios de este cruel período, en la historia, la filosofía, la economía, la literatura...

No tardó en surgir una reacción de los mismos afectados por este sistema, alentada por el pensamiento anarquista y socialista (en el Perú no puede omitirse, además, al aprista). El instrumento por excelencia en esa lucha estuvo en la organización sindical. Pese a que los ordenamientos penales consideraban un delito la existencia y funcionamiento de los sindicatos, éstos se formaron y consolidaron hasta llegar a constituir una verdadera amenaza contra el régimen económico y político. Los trabajadores tenían conciencia de que sólo por esa vía podrían presionar al Estado para la fijación de reglas básicas para las relaciones laborales, así como a sus propios empleadores, en dirección de lograr un régimen de trabajo menos abusivo.

En este contexto, el Estado se vio forzado a abandonar su posición de abstención en la determinación del contenido de los derechos y obligaciones de los sujetos laborales individuales, que iba acompañada de una intervención represiva sobre las acciones sindicales. Allí, el contrato que vinculaba al trabajador con el empleador, entonces llamado arrendamiento de servicios, fue extraído del Derecho Civil, para poder apartarlo de los valores antes mencionados y sujetarlo a otros distintos y hasta contrarios. Este es el origen del contrato de trabajo y del área que se ocupa de todas las relaciones derivadas de él: el Derecho del Trabajo.

Los supuestos del nuevo ordenamiento laboral son muy distintos a los del civil. Se entiende que los sujetos de la relación laboral son materialmente desiguales, porque uno tiene poder económico y el otro no, y, por tanto -también en la esfera sustancial-, al último de éstos le falta libertad. La autonomía privada individual puede, por consiguiente, constituir el vínculo entre las partes, pero la regulación está limitada desde afuera por la ley. Esta se ocupa, pues, no sólo del acceso y la ejecución del contrato, sino además de su contenido, y lo hace de modo relativamente imperativo: fijando beneficios mínimos en favor del trabajador, que por autonomía privada pueden incrementarse pero no reducirse. Constatado el desequilibrio real entre los sujetos laborales individuales, el propósito del Derecho del Trabajo es el de compensarlo con otro desequilibrio en el nivel jurídico, de signo opuesto al anterior: la protección del contratante débil. Este es el sentido de la intervención tuitiva del Estado en esta área.

Pero el único vehículo de nivelación no es el que proviene del Estado: la ley; sino que hay otro surgido de la relación directa entre las organizaciones sindicales y el empleador: el convenio colectivo. La autonomía privada se ensancha desde entonces para abarcar, además de la individual, la colectiva. De allí nacen múltiples y complejas relaciones entre la ley y el convenio colectivo en la regulación de las relaciones laborales, que varían mucho en los modelos democráticos y los autoritarios.

La creación del Derecho del Trabajo supuso, en definitiva, que la regulación de las relaciones laborales que había estado tradicionalmente a cargo de fuentes de configuración -en los hechos- unilateral: el contrato de arrendamiento de servicios, el reglamento interno de trabajo y la costumbre, que expresaban la disparidad, se trasladara a las nuevas fuentes: la ley laboral y el convenio colectivo, que buscan la paridad.

Como la relación laboral es, de un lado, conflictiva, porque los intereses de los trabajadores -como individuos y como categoría- son diferentes y a veces opuestos a los de los empresarios -como individuos y como categoría-, siendo ambos legítimos, se requiere regulación, para que el conflicto discurra entre los márgenes del sistema; pero como, de otro lado, es estructuralmente desigual, porque los trabajadores no tienen poder económico y los empresarios sí, se requiere que esa regulación sea equilibrada, para balancear con la ventaja jurídica la desventaja material y, de ese modo, contribuir a la materialización de la justicia y la paz.

El ordenamiento laboral en su conjunto cumple así la función de regular la utilización del trabajo ajeno por un empresario y la obtención de ganancias de él, permitiéndola pero controlándola, y de encauzar los conflictos individuales y sociales que se originan en esa relación. Esta función se adapta a las diversas circunstancias en las que debe ejercerse, como pueden ser los distintos niveles de desarrollo económico o las diferentes situaciones de expansión o de crisis económicas, pero en su esencia se mantiene inalterada.

Los temas esbozados son justamente los que corresponden a la teoría general del Derecho del Trabajo. A ésta le compete -desde nuestro punto de vista- el estudio de cuatro cuestiones. La primera es la evolución histórica del trabajo y de su regulación jurídica, deteniéndose en los factores que concurren a la formación del Derecho del Trabajo, así como su presencia en el mundo actual, caracterizado por las innovaciones tecnológicas y la globalización económica. La segunda se refiere al campo de aplicación del ordenamiento laboral, especialmente a los requisitos que debe poseer un trabajo para estar comprendido en aquél. La tercera se ocupa de las fuentes del derecho en esta área, tanto respecto de sus rasgos en sí, como de sus relaciones entre ellas. Y la última, tiene como objeto a los principios del Derecho del Trabajo.

Pues bien, en este libro vamos a estudiar sistemáticamente las tres últimas. Sobre la primera habrá diversas referencias, pero no un análisis de conjunto, porque nos parece que éste requiere un enfoque interdisciplinario. Los temas a tratar son, entonces, los siguientes: ámbito de aplicación, fuentes, vigencia en el espacio y en el tiempo y relaciones entre normas y actuación de los principios. Un detalle mayor de los puntos a abordarse puede encontrarse en el índice.

Esta obra está doblemente ligada a la vida universitaria. De un lado, es producto de las lecturas, reflexiones y exposiciones efectuadas con motivo del dictado del curso de Derecho Laboral, que desde 1984 está a nuestro cargo en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica. De otro lado, está concebido con un material para la enseñanza. En esta perspectiva, es sólo un punto de partida para entrar al conocimiento del Derecho del Trabajo. No dudamos que lo sostenido en este libro puede ser objeto de profundizaciones, cuestionamientos y -cuando se den cambios legislativos- actualizaciones. Su propósito es el de abrir y no el de cerrar el debate.

Al elaborar el trabajo -en el marco de la finalidad señalada- hemos utilizado los esquemas de clase, enriquecidos a lo largo de los años, buscando presentar cada tema como lo hacemos en el aula: proporcionar conceptos y clasificaciones, proponer ejemplos y hacer las referencias normativas pertinentes. El resultado debía ser lo más parecido a un fiel cuaderno de apuntes. Por ello, hemos evitado cargar al lector con citas doctrinarias, que muchas veces obedecen más a la vanidad que a la necesidad. Están hechas sólo las indispensables, cuando el aporte personal de un autor nos parece único en un tema. En la bibliografía se ofrece una relación de libros, ensayos y artículos, principalmente de autores nacionales, cuya consulta consideramos imprescindible para un buen manejo de los diversos aportes doctrinarios sobre la teoría general del Derecho del Trabajo.

Creemos que si alguna utilidad tuviera este libro, ella podría apreciarse en una metodología de trabajo activa, donde los estudiantes hubieran leído el texto -acompañado naturalmente de otros- con anticipación a la clase en que se trate el tema respectivo, para que en ésta pueda suscitarse la reflexión colectiva, que permita a cada uno extraer sus conclusiones y construir su posición.

Finalmente, queremos reconocer que las ideas expuestas aquí, pertenecen en mucho a un equipo de trabajo formado en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica en torno al curso de Derecho Laboral. Muchos de sus antiguos integrantes son hoy en día destacados docentes de nuestra Area Laboral, así como investigadores que en sus tesis u otros trabajos académicos vienen brindando valiosas contribuciones teóricas en esta especialidad. No nombramos a cada uno de ellos porque, afortunadamente para el Derecho del Trabajo peruano, su número es ya elevado. Este reconocimiento no puede dejar de extenderse a los alumnos de la asignatura en todos estos años, que han constituido el estímulo indispensable para la actividad docente, en el plano intelectual y en el afectivo.

Lima, marzo del 2003.


1. AMBITO DE APLICACION DEL DERECHO DEL TRABAJO


1.1 EXPLICACION

El sentido en que el Derecho del Trabajo utiliza el término trabajo no es coincidente con el que ese concepto tiene en el lenguaje común. En éste, el trabajo es cualquier ocupación, mientras para aquél es sólo la que posee ciertas características. Así, en su acepción amplia, es trabajo la labor desempeñada por un vendedor callejero que ofrece mercadería en una carretilla al público transeúnte, o la del campesino que labra la tierra en su parcela, o la de un médico que en su consultorio atiende a sus pacientes. Sin embargo, para el Derecho del Trabajo ninguna de estas actividades reúne los requisitos necesarios para entrar en su campo de aplicación. Cuáles son los factores que el Derecho del Trabajo exige a una ocupación para considerarla dentro de su objeto de regulación, es una cuestión de la mayor importancia, ya que sólo en aquélla el sujeto que la ejecuta gozará de protección.

Vamos a pasar revista en primer lugar a esas características, que son las mencionadas en la línea superior del cuadro adjunto: trabajo humano, productivo, por cuenta ajena, libre y subordinado. Ese esquema, así como los conceptos básicos contenidos en él, los manejamos centralmente a partir de las elaboraciones de Alonso Olea y Casas Baamonde (1991: 31 y ss.). En cada caso estableceremos las diferencias con los términos opuestos.

Luego nos detendremos en el análisis de los elementos esenciales de la relación laboral, que se infieren de los factores mencionados. La doctrina concuerda en que esos elementos son tres: prestación personal, subordinación y remuneración. La jurisprudencia nacional lo estableció así, ya desde hace buen tiempo. Pero la cuestión tiene en nuestro medio base normativa recién a partir de la dación de la Ley de Fomento del Empleo, que les atribuyó esa condición en su artículo 37 (hoy convertido en el artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). Es claro, pues, que todos ellos y sólo ellos, configuran una relación como laboral.

Para que estemos ante una relación laboral, entonces, los mencionados elementos deben presentarse en forma conjunta. Si alguno de ellos falla, la relación jurídica tendrá otra naturaleza. Por ejemplo, si hay una prestación personal y retribuida, pero autónoma. Pero a la vez, esos elementos bastan, no hace falta ningún otro. Los demás factores -no esenciales- pueden servir para asignar un régimen laboral u otro (por ejemplo, el carácter privado o público del empleador) o para acceder a ciertos beneficios (por ejemplo, el requisito de una jornada mínima de cuatro horas diarias para el disfrute de la estabilidad laboral o la compensación por tiempo de servicios, en nuestro ordenamiento), pero no para calificar la relación como laboral.
TIPOS DE TRABAJO





















Después estudiaremos los casos en que se oculta una relación laboral bajo la apariencia de una civil o mercantil, para eludir la protección brindada por el ordenamiento laboral al sujeto que presta el servicio. En este supuesto opera el llamado principio de la primacía de la realidad.

Finalmente, abordaremos otros tres asuntos: si todos los que son trabajadores para el Derecho del Trabajo caen bajo una misma regulación; si sólo ellos reciben tutela del ordenamiento laboral (y de Seguridad Social); y si hay trabajadores excluidos del ordenamiento laboral. Lo primero nos lleva al tema del contrato de trabajo típico y los atípicos, de un lado, y del régimen laboral privado y público, del otro. Lo segundo, a la figura de la equiparación, por la cual se extiende ciertos beneficios a sujetos que no tienen relación laboral pero sí determinados rasgos que veremos en su oportunidad. Y lo tercero, a los Convenios de Formación Laboral Juvenil.


1.2 TRABAJO OBJETO DE PROTECCION POR EL DERECHO DEL TRABAJO


1.2.1 TRABAJO HUMANO

El trabajo consiste en una acción consciente llevada a cabo por un sujeto. La evolución científica permite preguntarse hoy en día si sólo la especie humana es capaz de realizar un trabajo, así entendido, o también pueden hacerlo otras especies animales. No nos referimos a las labores instintivas que ejecutan algunos animales, en las cuales comprometen su actividad: las faenas desarrolladas por las abejas en torno al panal, por ejemplo, menos todavía a las que aquéllos desempeñan como medio para el trabajo humano: los bueyes tirando del arado, por ejemplo; sino a la transformación deliberada de la naturaleza que ciertos animales pueden
emprender: los chimpances convirtiendo una rama en instrumento para procurarse alimento o defenderse de los enemigos, por ejemplo. Más allá de que actividades como éstas puedan considerarse trabajo, lo cierto es que sólo los hombres somos sujetos de derecho y, por tanto, es nuestro trabajo el único que le interesa al derecho.

El Derecho del Trabajo -el derecho en general- se ocupa, pues, del trabajo humano. Este ha sido tradicionalmente dividido en manual e intelectual, según utilice preponderantemente materias o símbolos. En un inicio la distinción se pretendió radical y conllevó condiciones diferentes para unos y otros trabajadores. Ello sucedía cuando el trabajo intelectual era desarrollado por los hombres libres y el manual por los esclavos o los siervos. Pero, posteriormente, la separación entre un tipo y otro de trabajo empezó a relativizarse, por cuanto todo esfuerzo humano tiene en proporciones diversas componentes manuales e intelectuales; y las regulaciones de ambos fueron unificándose y uniformándose.

En nuestro ordenamiento, la tendencia a suprimir las diferencias entre trabajadores predominantemente manuales -llamados obreros- y predominantemente intelectuales -llamados empleados-, tanto en su denominación como en su régimen, comenzó en la década del setenta en el campo de la Seguridad Social y fue recogiéndose en el ámbito laboral recién a inicios de la década del noventa. Ahora, con pocas excepciones, a veces justificadas (como una protección mayor frente a accidentes de trabajo o enfermedades profesionales para los trabajadores de actividad sobre todo manual), la regulación se encuentra bastante fusionada.


1.2.2 TRABAJO PRODUCTIVO

El trabajo -como ya vimos- es un esfuerzo dirigido a un fin. El sujeto al desplegar su actividad se propone lograr un objetivo. La finalidad perseguida puede ser una sola o varias, en este último caso combinadas entre sí de diversas maneras. Para estos efectos nos remitimos al cuadro adjunto. Pues bien, de todo ese conjunto, la única actividad excluida del ámbito del Derecho del Trabajo, es la que se lleva a cabo con fines puramente no económicos. Por ejemplo, las tareas de organización ejecutadas en un partido político por un militante de éste, como parte de sus responsabilidades, o la participación en grupos de vigilancia nocturna por los vecinos de una localidad en la que viven. Por cierto, esto no quiere decir que necesariamente en todas las demás interviene dicha área jurídica, ya que también podría hacerlo el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. El primer tipo de trabajo es, pues, no productivo y el resto puede considerarse productivo.

El trabajo es productivo cuando se encamina a reportar un beneficio económico, de cualquier magnitud, a la persona que lo realiza. Dicho en otras palabras, quien cumple la labor espera obtener de ella un provecho económico, significativo o no, aunque también tenga otras aspiraciones. Veamos algunos ejemplos y detengámonos en los elementos de este concepto.

Antes, precisemos que el beneficio económico al que nos referimos va a consistir generalmente en dinero, entregado a cambio de servicios o bienes, pero podría también tratarse de cualquier objeto, siempre que sea valorizable económicamente. Pero no queda comprendido en aquél, lo que el sujeto produce para su propio consumo. Por ejemplo, las reparaciones de gasfitería o albañilería que una persona ejecuta en su domicilio.

Ahora sí vamos a los ejemplos. Si un grupo de médicos constituye una asociación civil, en cuyos estatutos se establece que el fin es el de prestar servicios profesionales gratuitos a una comunidad de personas indigentes, y cada médico se obliga a concurrir a un local dos veces por semana, tres horas en cada ocasión, para atender a los pacientes, su trabajo no sería productivo. Pero si con sus propios recursos contrataran una secretaria para que ordene las citas y lleve los archivos de la asociación civil, el trabajo de ésta sí sería productivo. Ella no es asociada, no está por consiguiente inmersa en el objetivo social, y tiene derecho a recibir una contraprestación económica por su labor.

Lo mismo sucedería en el hogar familiar, en el cual el desempeño de las tareas domésticas por padres e hijos, no constituiría un trabajo productivo, pero el de un cocinero o un chofer, sí.

Para que un trabajo sea calificado como productivo, el fin económico procurado por el sujeto que lo presta no tiene que ser el único, ni siquiera el principal, ni tampoco cuantioso. Basta que exista ese objetivo, cualquiera sea su proporción con los demás que comúnmente lo acompañarán. Un profesor universitario, que enseña porque le permite estar actualizado en su especialidad, le otorga prestigio en su medio profesional o tiene vocación de formación a la juventud, y percibe un ingreso magro por su labor, realiza un trabajo productivo.

Debemos tener en cuenta que el resultado esperado por el sujeto que realiza la tarea, podría no alcanzarse. Por ejemplo, si un campesino siembra maíz para después comerciar con su producto, pero antes de la cosecha ocurre una inundación y los bienes se destruyen. O un pintor elabora un cuadro y cuando busca un comprador no lo encuentra. En cualquiera de esos casos, el trabajo sería productivo, porque para esos efectos no interesa tanto que el provecho económico se llegue a obtener, como que en condiciones normales se hubiera logrado. En otras palabras, que el trabajo sea susceptible de arrojar ese resultado.

El beneficio económico del que nos ocupamos, debe ser individual y directo. Lo primero no desconoce que -como proclama la Constitución en su artículo 22- el trabajo es base del bienestar social a la vez que medio de realización personal. Sólo que se toma como factor de medida la utilidad personal del trabajo, al margen de la social que suele también tener, aunque ésta no es indispensable para considerarlo productivo. Lo segundo, se refiere a que el provecho esté inmediatamente derivado de la acción ejecutada. De este modo, no sería trabajo productivo la prestación de un servicio por un profesional, inicialmente no cobrado, que busca hacerse conocido para después obtener una clientela, a la cual sí cobrarle.

Por último, el momento para calificar un trabajo como productivo o no es el del inicio de su ejecución: la actitud con la que el sujeto emprende su actividad. Pero, esa actitud podría tener originalmente un sentido y luego transformarse en otro. Por ejemplo, una labor comenzada por entretenimiento, podría convertirse en algún momento en económica. Este sería el caso de una persona aficionada a la repostería, que prepara postres para consumir u obsequiar, y luego decide venderlos.

De lo expuesto puede observarse que casi siempre una persona va a requerir desempeñar al menos una labor productiva para poder subsistir, salvo que tenga otras fuentes de ingreso (por ejemplo, utilidades por acciones en empresas en cuya gestión no interviene, o mantenimiento por un familiar). Pero casi siempre también, va a llevar a cabo otras labores no productivas.




FIN PERSEGUIDO POR EL SUJETO QUE TRABAJA








1.2.3 TRABAJO POR CUENTA AJENA

Un sujeto puede realizar un trabajo productivo por su iniciativa o hacerlo por encargo de un tercero. En el primer caso, aquél será el titular de los bienes o servicios producidos, de los que dispondrá después, comúnmente a cambio de dinero, mediante un contrato de compraventa. Estamos ante un trabajo por cuenta propia. En cambio, en el segundo caso, el tercero tendrá la titularidad de esos bienes o servicios, y le pagará por su producción al sujeto que los ha realizado, con el que está vinculado a través de un contrato de prestación de servicios. Su trabajo es por cuenta ajena.

Podemos distinguir entre ambos tipos de trabajo a partir de un ejemplo. Si un artesano que produce vajilla, ha hecho por su cuenta 100 piezas, para luego venderlas en su taller a cualquier comprador, su trabajo es por cuenta propia. Pero si conviene con un hotel la elaboración de esas piezas, con determinadas características y en determinado plazo, a cambio de cierta suma de dinero, su trabajo es por cuenta ajena.

Podría suceder que el artesano tuviera ya hechas 30 piezas de las que quería el hotel, y por tanto le haga falta elaborar las otras 70. En ese caso, su trabajo es por cuenta propia respecto del primer grupo y por cuenta ajena respecto del segundo. O que tuviera producida la vajilla, pero sin acabados (diseños y colores), los que elabora a gusto del adquirente. En el primer tramo su trabajo es por cuenta propia, y en el segundo, por cuenta ajena.

Por último, si el artesano condujera un taller en el que laboran dos operarios a su cargo, el trabajo de éstos para aquél será por cuenta ajena. Lo mismo ocurriría si no tuviera dependientes pero subcontratara con otros artesanos la elaboración desde sus respectivos talleres de una cantidad de las piezas en cuestión.

La doctrina considera trabajo por cuenta propia, por excepción, pese a haber pluralidad de sujetos, el que presta un individuo a determinados núcleos a los que pertenece. Este es el caso de la familia, de un lado, y de las cooperativas de trabajadores, del otro. En el primero, el trabajo desempeñado por padres e hijos en su hogar (que como vimos en el punto 1.2.2, no es productivo), no es prestado por unos a otros, sino por todos a la unidad familiar.

En las cooperativas de trabajadores, por mandato legal, todos los que trabajan son socios y todos los socios trabajan. Las dos condiciones, por tanto, se funden en una. No es posible perder una y mantener la otra. Esto distingue el caso anterior del de una empresa constituida como sociedad anónima, en la que se hubiera repartido acciones a todos los trabajadores. Estos serían, por consiguiente, socios y trabajadores a la vez. pero ambas condiciones son perfectamente escindibles. El trabajo sigue siendo, pues, por cuenta ajena.

El trabajo que interesa al Derecho del Trabajo es únicamente el que se cumple por cuenta ajena. Pero la regulación de este sector no le corresponde en exclusiva al Derecho del Trabajo, aunque sí la del subsector compuesto por quienes se vinculan con el tercero en forma subordinada (como veremos en el punto 1.3.2). Los otros subsectores, integrados por sujetos que se desempeñan con autonomía, los regula el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. Esta circunstancia ya excluye de partida del ordenamiento laboral en nuestro país, dada la estructura de la población económicamente activa, a alrededor del 60% de ésta, que se ocupa en labores por cuenta propia: campesinos, ambulantes, artesanos, etc.


1.2.4 TRABAJO LIBRE

El vínculo que se establece en el trabajo por cuenta ajena entre quien ofrece un servicio y quien lo requiere, puede tener su origen en un acuerdo de voluntades entre dichos sujetos o en la imposición derivada de una situación jurídica o fáctica. El primero es el trabajo libre y el segundo, el forzoso. El trabajo del que se ocupa el Derecho del Trabajo es, por cierto, el libre. Lo mismo el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. El trabajo forzoso o está proscrito o está regulado por otras áreas jurídicas.

La libertad de trabajo consiste en el derecho de toda persona a decidir si trabaja o no, en qué actividad y para quién. Está proclamada por nuestra Constitución (artículos 2.15 y 59) y por numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos, como la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 23.1), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 6.1), la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo XIV) y el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 6.1).

Tal como la hemos definido, la libertad de trabajo podría parecer incompatible con el deber de trabajar que establece la Constitución (artículo 22), así como la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo XXXVII). Pero no es así, porque éste tiene manifestaciones morales y sociales, pero no constituye una obligación jurídicamente exigible. Si esto último sucediera, por ejemplo, a través de la dación de una ley que reprimiera la vagancia en sí -y no por las conductas antisociales que suelen acompañarla-, entonces surgiría una abierta vulneración de la libertad de trabajo. Así lo ha entendido la Organización Internacional del Trabajo, el pronunciarse sobre la cuestión.

La proclamación de la libertad de trabajo supone la prohibición del trabajo obligatorio. Este se encuentra expresamente vedado por nuestra Constitución (artículo 23) y por los instrumentos internacionales de derechos humanos: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 8.3.a), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 6.2) y los Convenios Internacionales del Trabajo 29 (artículo 1) y 105 (artículo 1). En igual dirección va el Código Penal (artículo 168.2). Habría que añadir a esta relación los numerosos preceptos que proscriben la esclavitud y la servidumbre, formas jurídicas que adoptó el trabajo forzoso por cuenta ajena a lo largo de la historia.

La cuestión es la de determinar cuándo estamos ante un trabajo obligatorio y, por tanto, abolido. Aquí debemos analizar básicamente tres situaciones: la del trabajador que requiere desempeñar una actividad para obtener de ella la retribución que le permita subsistir; la de quien se ha obligado en su contrato a prestar un servicio; y la de quien está compelido por la ley a cumplir un trabajo.

El Derecho del Trabajo no ignora que el trabajador no es sustancialmente libre al celebrar el contrato y establecer los derechos y obligaciones de las partes, porque no es tampoco materialmente igual al empleador. Este hecho es el que justifica la propia existencia del ordenamiento protector del contratante débil. Pero en este caso, adopta una perspectiva formal: le interesa que jurídicamente el trabajador pueda expresar su consentimiento, sin considerar que los condicionamientos económicos lleguen a viciarlo. No hay además otra opción, porque de no proceder así tendría que restringir su regulación a las relaciones laborales en las que ha podido verificar la presencia de una real y efectiva libertad, excluyendo a las demás, que pasarían a convertirse en relaciones laborales no surgidas de un contrato de trabajo (que conlleva un indispensable acuerdo de voluntades), y, por tanto, paradójicamente, privadas de tutela. Por ello, pese al contexto en el que se produce el acuerdo, se tiene al trabajo como libre.

Tampoco se entiende como forzoso el trabajo que el trabajador debe ejecutar en virtud del propio contrato. De éste nacen derechos y obligaciones para las partes y la principal obligación del trabajador es precisamente la de poner su actividad a disposición de su empleador. Esa es la razón de ser del contrato de trabajo. Sin embargo, si el trabajador no quiere cumplirla, el empleador puede sancionarlo, pero no puede compelerlo a trabajar. Lo mismo sucedería si se hubiera establecido un plazo de duración para la relación laboral y bastante antes de su vencimiento el trabajador decidiera ponerle fin. En ese caso, podría haber lugar al pago de una indemnización por responsabilidad derivada del incumplimiento contractual, pero no imposición de trabajo. La libertad de trabajo opera, pues, desde el nacimiento de la relación laboral en adelante, a lo largo de toda su vida.

La tercera situación propuesta (la imposición legal de trabajar) es la más compleja. Para esclarecerla, debemos ubicarnos en la definición de trabajo forzoso que ofrece el Convenio Internacional del Trabajo 29 (artículo 2.1): todo trabajo para el cual un individuo no se ofrece voluntariamente y que se le exige bajo la amenaza de una pena cualquiera. Si aplicamos en rigor ese concepto a diversos supuestos en que ciertas personas en determinadas circunstancias deben prestar un servicio por mandato legal, estaremos ante formas de trabajo obligatorio. Por ejemplo, cuando se impone a un sujeto la realización del servicio militar obligatorio, o la participación en mesas durante los procesos electorales, o la ejecución de tareas cuando está recluido en un establecimiento penitenciario. Todas estas actividades colisionarían con la libertad de trabajo y estarían, por tanto, prohibidas.

Sin embargo, labores como las que hemos mencionado están autorizadas por el Convenio Internacional del Trabajo 29 (artículo 2.2), el Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos (artículo 8.3.b y c.) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 6.2 y 3): el servicio militar obligatorio, las obligaciones cívicas normales y el trabajo penitenciario. Sin duda, las organizaciones internacionales de derechos humanos consideran que hay tras ellas -siempre que se cumplan dentro de lo estrictamente permitido- valores superiores a la propia libertad de trabajo. Lo curioso es que en vez de calificarlas como formas de trabajo forzoso admitidas -como en el fondo son-, las han excluido expresamente del concepto de trabajo obligatorio, a fin de autorizarlas.

En nuestro ordenamiento, todas estas figuras están recogidas. La Ley del Servicio Militar prevé dos formas de prestación del servicio: en el activo y en la reserva (artículo 8). En la primera, cuya duración es de veinticuatro meses (artículo 45), la incorporación es voluntaria (artículos 6, 34 y 42). La segunda opera para instrucción y entrenamiento, así como en casos de movilización o compromiso de la seguridad nacional (artículo 52). El llamamiento conlleva obligación de concurrencia (artículo 55). En cuanto a las obligaciones cívicas, hemos mencionado -en vía de ejemplo- el caso de la designación para conformar una mesa de sufragio. La Ley Orgánica de Elecciones señala que el cargo de miembro de mesa es irrenunciable (artículo 58). La inasistencia de las personas seleccionadas o su negativa a desempeñar el cargo, acarrea la imposición de una multa equivalente al 5% de la UIT (artículos 250 y 251). Por último, para el Derecho Penal el trabajo cumple diversas funciones. De un lado, es uno de los tipos de pena limitativa de derechos, llamada prestación de servicios a la comunidad, que se realiza en entidades asistenciales, hospitalarias, escuelas, orfanatos o similares, sin interferir con la jornada normal del trabajo habitual del condenado (artículos 28, 31 y 34 del Código Penal, artículos 119 y siguientes del Código de Ejecución Penal y artículos 248 y siguientes de su Reglamento). Del otro, es concebido como un derecho y un deber del interno, que contribuye a su rehabilitación; y como un mecanismo de redención de la pena, a razón de un día de pena por dos días de labor efectiva (artículos 44, 45 y 65 del Código de Ejecución Penal y artículos 102 y siguientes y 174 y siguientes de su Reglamento). Este Reglamento hace referencias al carácter voluntario del trabajo (artículos 102 y 248), lo que parece no corresponder con lo previsto por la ley.

Para terminar, no podemos dejar de mencionar que lamentablemente en nuestro país y otros lugares del mundo, sobre todo en zonas rurales, la abolición del trabajo forzoso no se ha hecho aún plenamente efectiva. Subsisten formas de trabajo compulsivo, en perjuicio especialmente de la población infantil, que reclaman una firme intervención del Estado para ponerles fin.


1.2.5 TRABAJO SUBORDINADO

En el trabajo por cuenta ajena (como ya vimos en el punto 1.2.3), dos individuos tienen entre sí un vínculo jurídico previo a la elaboración del producto, que hace titular de éste al tercero. Pues bien, ese vínculo puede ser subordinado o autónomo, según la posición de uno de los sujetos respecto del otro. El primero, le permite al acreedor de trabajo dirigir la prestación del deudor; en el segundo, en cambio, este último dirige su propia prestación. El concepto de subordinación y sus límites, lo vamos a tratar con más detenimiento en el punto 1.3.2.

Históricamente este criterio (tipo de vínculo) -como ha puesto de manifiesto Sanguineti Raymond (1988: 27 y ss.)- ha corrido parejo con otros dos, al configurar los diversos tipos contractuales que han regulado el trabajo libre por cuenta ajena: el contenido de la promesa de trabajo y la asunción del riesgo del trabajo.

El primero se refiere a la obligación que adquiere el deudor de trabajo frente al acreedor, y puede ser de actividad o de resultado, según se comprometa a desplegar su energía laboral o a entregar un producto. La segunda, alude al sujeto sobre el que recae la responsabilidad ante el incumplimiento del fin esperado por el acreedor de trabajo. La combinación de estos tres criterios se ha producido de la manera resumida en el cuadro adjunto.

De este modo, en el antiguo derecho romano, que fue retomado por el derecho francés en el siglo XIX, existían sólo dos figuras contractuales para regular la prestación de servicios por cuenta ajena. En la primera de ellas (locatio conductio operarum / arrendamiento de servicios), el deudor de trabajo pone su actividad a disposición del acreedor, quien a cambio de poder dirigirla le paga una retribución, a la que aquél tiene derecho aun cuando no se llegue al resultado perseguido por éste. En la segunda (locatio conductio operis / arrendamiento de obra), el deudor de trabajo ofrece un resultado, para cuyo logro conserva la conducción de su actividad, a cambio del cual percibe una retribución, que sólo puede exigir si aquél llega a hacerse efectivo.

El primer tipo contractual sería el que vincula al carpintero conductor de un taller, con los operarios que laboran en él sujetos a sus instrucciones; y el segundo, el existente entre ese carpintero y la Universidad que le encarga la producción de 50 carpetas para equipar un aula de clases, las que van a fabricarse en dicho taller. O, respectivamente, el de un médico con la empresa a la que se integra para atender durante su jornada de trabajo, a los obreros que aquélla le indique; y el del médico que desde su consultorio recibe a los pacientes que solicitan su servicio.

Justamente a propósito de los servicios prestados por profesionales liberales (trabajadores por cuenta ajena autónomos, como el segundo médico del último ejemplo), la doctrina alemana consideró que ellos no celebraban contratos de arrendamiento de obra, como establecía la legislación francesa, porque si bien el tipo de vínculo jurídico era autónomo, el contenido de la promesa de trabajo no era un resultado sino la actividad. Y diseñó una nueva figura contractual, llamada prestación de servicios no dependientes, que introdujo una variante en el esquema del derecho romano y del derecho francés: es posible ofrecer la actividad y conservar la autonomía.

El punto de discrepancia franco-alemana se encuentra en el concepto de resultado. Para la tesis francesa es la labor idónea para arribar al fin último perseguido por el acreedor de trabajo: por ejemplo, la diligencia profesional esperable de un abogado que asume el patrocinio de una persona en un proceso, pero no la obtención de una sentencia favorable a su cliente. Y, por eso, considera que puede ser objeto del contrato. Para la tesis alemana, en cambio, el resultado es aquel fin último al que aludimos antes y, por tanto, ajeno al contrato. Lo que es materia de éste, entonces, es la actividad del deudor de trabajo, que se plasma en la labor idónea que hemos mencionado.

Si retomamos los ejemplos que pusimos antes, del carpintero y del médico, entre los dependientes que laboran en el taller y el carpintero que lo conduce, o entre el médico y la empresa a la que se incorpora, habría sendos contratos de trabajo, tanto para el derecho francés como para el alemán; entre el carpintero y la Universidad que le encarga las carpetas, un contrato de obra, para ambos ordenamientos; pero respecto del vínculo entre el médico y los pacientes que acuden a su consultorio, habría desacuerdo: un contrato de obra para el derecho francés y uno de locación de servicios para el alemán. Este último sería el nexo típico que relaciona a un profesional liberal con sus clientes, por ejemplo, cuando se le pide un diagnóstico y un tratamiento a un médico, o una opinión sobre determinada situación jurídica a un abogado. El riesgo del trabajo le corresponde al acreedor, quien debe retribuir el servicio aunque no sea enteramente satisfactorio, excepto cuando el deudor incurra en dolo o culpa inexcusable, supuesto en el cual podría accionar contra él por los daños y perjuicios.

Ahora bien, todos los tipos contractuales de que nos hemos ocupado han formado parte del Derecho Civil. Por este motivo se han sometido a sus valores de igualdad y libertad de los contratantes, que les han permitido establecer los derechos y obligaciones que les corresponden. El problema se presentó cuando se aplicaron dichos valores a relaciones en las cuales la disparidad era manifiesta, como la existente entre los sujetos que ofrecían su actividad subordinada y quienes la dirigían. La cuestión no fue tan grave en los tiempos del derecho romano e incluso en las primeras décadas de aplicación del Código Civil francés de 1804, porque la población que realizaba un trabajo por cuenta ajena y libre era reducida, respecto de quienes se encontraban bajo la esclavitud o la servidumbre.

Pero con la Revolución Industrial la situación se modificó radicalmente. Las grandes unidades productivas sustituyeron a las pequeñas, aglutinando a muchos trabajadores. La utilización del contrato de arrendamiento de servicios empezó a masificarse. Allí se puso en evidencia que la inserción de esa figura en el Derecho Civil, conducía a la regulación de la relación laboral individual por la voluntad unilateral del acreedor de trabajo y, por tanto, al establecimiento de condiciones deplorables, en cuestión de duración de la jornada de trabajo, monto de la remuneración, seguridad e higiene en el trabajo, entre otras. Hacía falta, pues, sustraer ese tipo contractual del Derecho Civil y construir un ordenamiento inspirado en valores distintos, que reconociera el contexto de celebración del acuerdo y tutelara al contratante débil. Así el contrato de arrendamiento de servicios se transformó en contrato de trabajo y surgió el Derecho del Trabajo para regular todas las relaciones derivadas de aquél.

Reparemos en que los criterios de contenido de la promesa de trabajo, tipo de vínculo jurídico y asunción del riesgo del trabajo, son idénticos en ambos tipos contractuales: prestación de actividad subordinada y remunerada, con riesgo en el acreedor de trabajo. La razón de la transformación a que hemos aludido, no se encuentra, pues, en el cambio de alguno de ellos, sino en que a partir de los fenómenos que acompañaron a la industrialización, la pertenencia del contrato de arrendamiento de servicios al Derecho Civil llevaba a un régimen de dramática explotación de la mano de obra. Esta suscitó reacciones adversas en diferentes sectores, especialmente entre los propios trabajadores, que se organizaron en sindicatos (aunque la ley lo prohibía), y obtuvieron la intervención del Estado para controlar esa situación.

En el derecho moderno, el trabajo por cuenta ajena se regula básicamente por tres tipos contractuales en los ordenamientos que se inscriben en la línea del derecho alemán (como es el caso del nuestro, desde la dación del Código Civil de 1984): contrato de trabajo, de un lado, y de locación de servicios y de obra, del otro; y por sólo dos en los que siguen la ruta del derecho francés: el primero y el tercero de los mencionados, pero no el segundo. El contrato de trabajo está - como es obvio- regulado por el Derecho del Trabajo, y los otros dos, por el Derecho Civil. Hay otras figuras de prestación de servicios propias del Derecho Mercantil: agencia, comisión y corretaje, que no están reguladas sistemáticamente por nuestro ordenamiento. En el punto 1.3 tendremos oportunidad de contrastar estos tipos contractuales, a partir del análisis de los elementos esenciales de la relación laboral.



EVOLUCION DEL TRABAJO LIBRE POR CUENTA AJENA




FACTORES

ORDENAMIENTO
CONTENIDO DE LA PROMESA DE TRABAJO TIPO DE VINCULO JURIDICO ASUNCION DEL RIESGO DEL TRABAJO DERECHO ROMANO DERECHO
FRANCES DERECHO
ALEMAN DERECHO
MODERNO

ACTIVIDAD
SUBORDINACION
ACREEDOR CONTRATO LOCATIO CONDUCTIO OPERARUM CONTRATO DE ARRENDAMIENTO DE SERVICIOS CONTRATO DE ARRENDAMIENTO DE SERVICIOS CONTRATO DE TRABAJO

ACTIVIDAD
AUTONOMIA
ACREEDOR CONTRATO DE PRESTACION DE SERVICIOS NO DEPENDIENTES CONTRATO DE LOCACION DE SERVICIOS

RESULTADO
AUTONOMIA
DEUDOR CONTRATO LOCATIO CONDUCTIO OPERIS CONTRATO DE ARRENDAMIENTO DE OBRA CONTRATO DE ARRENDAMIENTO DE OBRA CONTRATO DE OBRA


1.3 ELEMENTOS ESENCIALES DE LA RELACION LABORAL


1.3.1 PRESTACION PERSONAL

La actividad cuya utilización es objeto del contrato de trabajo, es la específica de un trabajador determinado. De aquí deriva, en primer lugar, que el trabajador es siempre una persona natural, a diferencia del empleador, en que puede desempeñarse como tal una persona natural (como en el hogar o los pequeños negocios) o jurídica, adoptando cualquier forma asociativa, lucrativa o no. También distingue al trabajador de los deudores de trabajo en los contratos de locación de servicios y de obra, llamados locador y contratista, respectivamente, que pueden ser personas naturales o jurídicas: por ejemplo, un bufete profesional o una empresa constructora.

Y deriva, además, que esa persona concreta debe ejecutar la prestación comprometida, sin asistirse por dependientes a su cargo, ni -menos aún- transferirla en todo o en parte a un tercero. Así lo establece la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 5, que sólo admite por excepción, reservada a ciertos supuestos, la colaboración de familiares directos dependientes. De este modo, la tarea asignada por el empleador la cumple el trabajador solo o con los colaboradores o asistentes que aquél le designe. La relación se desnaturaliza si el trabajador puede contratar por su cuenta a sujetos que lo apoyen o lo reemplacen en su obligación. Aquí encontramos nuevamente diferencias cruciales con los contratos de locación de servicios y de obra. En el primero, la prestación del deudor es, en principio, personal, pero el locador puede valerse, bajo su propia dirección y responsabilidad, de auxiliares y sustitutos, en ciertas condiciones (artículo 1766 del Código Civil). La prestación personal del deudor de trabajo no es, pues, esencial en este contrato. Lo mismo ocurre y aun más radicalmente en el contrato de obra. En éste, el contratista puede subcontratar la realización de la obra, parcial o íntegramente, en este último caso con autorización del comitente (artículo 1772 del Código Civil).

En los contratos mercantiles, el agente, el comisionista o el corredor -que son las denominaciones que adoptan los deudores de trabajo- podrían ser personas naturales o jurídicas y contar con auxiliares o sustitutos a su cargo. En ellos, por tanto, la prestación personal del servicio tampoco es un elemento esencial.

De lo expuesto se desprende que si el trabajador se incapacita para el cumplimiento de su actividad, de manera temporal o definitiva, o fallece, la relación laboral se suspende o se extingue, según los casos (artículos 12 y 16 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). En esas hipótesis u otras en las que la prestación del trabajador cesa, como, por ejemplo, durante el descanso vacacional, quien fuera contratado para sustituirlo (contrato de suplencia según el artículo 61 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), tendrá una relación laboral nueva y distinta.

En cambio, la situación del empleador es diferente. Si es persona natural, las reglas son similares a las expuestas. La Ley de Productividad y Competitividad Laboral prevé la extinción del vínculo laboral por fallecimiento del empleador, cuando es persona natural (artículo 16). Y luego, en el artículo siguiente, se pone en el supuesto de que se trate de un negocio y los herederos decidan liquidarlo. En tal caso, la relación laboral se extiende hasta la verificación de ese objetivo. Pero no se plantea la posibilidad de que esos herederos decidan que el negocio prosiga indefinidamente, o que no sea un negocio sino el hogar familiar, en el que subsistan personas adultas, o que no estemos ante un fallecimiento sino ante un traspaso del negocio entre vivos. En estos casos, en virtud del principio de continuidad de la relación laboral, ésta debe prorrogarse.

En esta misma dirección va la solución que debe darse al supuesto de que el empleador sea una persona jurídica: si se disuelve y liquida ésta, las relaciones laborales se extinguen, previo procedimiento administrativo (artículo 46.c de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral); pero si se transfiere a otros propietarios o se fusiona con otra empresa -por incorporación o por absorción, que son las modalidades previstas en el artículo 344 de la Ley General de Sociedades- o se escinde en dos o más unidades, en atención al mismo principio mencionado, los vínculos laborales prosiguen.


1.3.2 SUBORDINACION

La subordinación es un vínculo jurídico entre el deudor y el acreedor de trabajo, en virtud del cual el primero le ofrece su actividad al segundo y le confiere el poder de conducirla. Sujeción, de un lado, y dirección, del otro, son los dos aspectos centrales del concepto. La subordinación es propia del contrato de trabajo (artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), ya que en las prestaciones de servicios reguladas por el Derecho Civil o Mercantil, existe autonomía (en los contratos de locación de servicios y de obra, según los artículos 1764 y 1771 del Código Civil, respectivamente).

El poder de dirección que el empleador adquiere a partir del contrato de trabajo, se plasma en algunas atribuciones y se somete a ciertos límites, como veremos a continuación.

En lo que se refiere al contenido del poder de dirección, según la doctrina éste le permite al empleador dirigir, fiscalizar y sancionar al trabajador. De modo similar define la subordinación la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 9. El empleador puede, pues, impartir instrucciones, tanto de forma genérica, mediante reglas válidas para toda o parte de la empresa (incorporadas comúnmente al reglamento interno de trabajo, al que nos referiremos en el punto 2.3.5), como de forma específica, destinadas a un trabajador concreto; verificar si se cumplen adecuadamente o no; y, en caso de constatar su inobservancia imputable al trabajador, sancionarlo por ello.

Al desempeñar su poder de dirección el empleador debe moverse dentro de determinados marcos, fuera de los cuales incurre en ejercicio irregular de su derecho. El trabajador le ha puesto a disposición su actividad, no su propia persona, razón por la cual las atribuciones del empleador deben ceñirse a la utilización de dicha actividad, dentro de los límites del ordenamiento laboral, sin afectar los derechos fundamentales del trabajador.

El primer tipo de límite se refiere a la labor para cuya ejecución se ha celebrado el contrato de trabajo, así como al tiempo y al lugar en que debe prestarse. El trabajador no está al servicio del empleador para cumplir cualquier actividad, durante todo el día y todos los días y en el sitio que a éste le parezca. Si se ha convenido una labor a desempeñar de modo genérico, por ejemplo, limpieza, el empleador podría hacer cambios dentro de ella (de limpieza de talleres a almacenes) o con otras tareas equivalentes en categoría; pero si se ha pactado de modo específico, por ejemplo, jardinería, ya no cabría el traslado a otra. El tiempo y el lugar de trabajo, salvo que se hubieran acordado expresamente, admiten modificaciones razonables por el empleador.

Esto significa que el poder del empleador de dirigir y el deber del trabajador de acatar, se restringen a los factores señalados. Sin embargo, no cesan todas la obligaciones de un sujeto frente al otro, cuando la relación laboral se interrumpe. Por ejemplo, el trabajador no podría ni siquiera en estos períodos proceder de una manera que lesionara la reanudación de la relación laboral, como ocurriría si durante sus vacaciones realizara por su cuenta la misma actividad que cumple en la empresa, atrayéndose a la clientela de ésta (competencia desleal), o fuera de la jornada y del centro de trabajo ocasionara deliberadamente daños materiales al automóvil del gerente de la empresa, en represalia por una sanción impuesta por éste (hecho derivado de la relación laboral). En ambos casos incurriría en faltas de conducta.

El segundo tipo de límite comprende los derechos fundamentales del trabajador, que el empleador está obligado a respetar. Las órdenes impartidas no pueden vulnerar el derecho del trabajador a la vida, a la salud, a la dignidad, a la libertad, etc. De este modo, sería manifiestamente arbitrario exigirle al trabajador la realización de una tarea que ponga en peligro su integridad física o moral, como operar sofisticados equipos eléctricos a quien no cuenta con la preparación o los implementos para hacerlo. Pero también lo sería no otorgarle ninguna labor, lo que provoca humillación y descalificación. En este último caso se faltaría al derecho que tiene el trabajador a la ocupación efectiva.

El problema principal que se presenta cuando el empleador ejerce irregularmente su poder de dirección, es el de determinar la actitud que puede asumir el trabajador: cumplir la orden y después reclamar ante un organismo jurisdiccional, o resistirse a ejecutarla. La cuestión es controvertida en la doctrina, porque entran en juego valores diversos. Creemos que debe admitirse el derecho de resistencia del trabajador frente a las órdenes arbitrarias del empleador, siempre que éstas afecten los derechos fundamentales del primero; y, en los demás casos, el cumplimiento y eventual impugnación posterior.

Para concluir, queremos resaltar que la subordinación conlleva un poder jurídico. Por tratarse de un poder, su ejercicio no es obligatorio para quien lo detenta. El empleador puede decidir si lo ejerce o no y en qué grado, según las necesidades de la empresa y la diversidad de trabajadores. Por ejemplo, los trabajadores menos calificados o de una sección neurálgica podrían estar sometidos a un control mayor.

Pero además ese poder es jurídico. Interesa para configurarlo, la ubicación de una de las partes de la relación laboral frente a la otra, no la situación socioeconómica ni la preparación técnica de aquéllas. Así, el trabajador está subordinado porque le cede al empleador la atribución de organizar y encaminar su prestación, al margen de que necesite o no de la remuneración que percibe para subsistir o de su nivel de calificación. Estos dos últimos conceptos, conocidos como dependencia económica y dirección técnica, suelen acompañar a la subordinación, incluso constituyen fundamentos de la intervención protectora del Estado en las relaciones laborales, pero no son elementos esenciales del contrato de trabajo. A lo más, pueden servir como indicios de la existencia de éste en supuestos oscuros.


1.3.3 REMUNERACION

Tanto el contrato de trabajo como los de locación de servicios y de obra, de un lado, y los de agencia, comisión y corretaje, del otro, se ocupan de trabajos productivos por cuenta ajena. Esto quiere decir que el deudor ofrece su trabajo a un tercero, quien es el titular de lo que éste produce, a cambio del pago de una retribución. Este es, pues, un elemento esencial en los seis contratos. Así lo precisa el artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, respecto del contrato de trabajo, y los artículos 1764 y 1771 del Código Civil, respecto de los de locación de servicios y de obra.

La retribución otorgada en el contrato de trabajo se denomina remuneración. Nuestro ordenamiento laboral considera como tal al íntegro de lo que el trabajador recibe por sus servicios, en dinero o en especie, siempre que sea de su libre disposición (artículo 6 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). De esta definición, nos interesa resaltar dos aspectos: el carácter contraprestativo y los bienes en que se materializa.

La remuneración tiene carácter contraprestativo, pero no se agota en éste. En otras palabras, es el pago que corresponde al trabajador por la puesta a disposición de su actividad. Recordemos que el riesgo del trabajo lo asume el empleador, según vimos en el punto 1.2.5, de modo que depende de éste utilizar o no y cuánto y cómo esa actividad, pues tiene el poder para hacerlo. Pero es más que contraprestación, ya que la inactividad temporal del trabajador originada en ciertas causas, no conlleva la suspensión de la remuneración. Este es el caso, por ejemplo, del descanso vacacional o de la licencia por enfermedad, en que opera lo que la doctrina y nuestra legislación llama una suspensión imperfecta de la relación laboral, en la que la interrupción de la prestación de trabajo no acarrea la de pago (artículo 11 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral)). Asimismo, la mayor remuneración que se otorga en ciertas situaciones, como las fiestas patrias o navideñas, conocida como gratificación, tampoco tiene una explicación contraprestativa. La retribución que se percibe en estos supuestos se fundamenta en valores superiores, como la defensa de la vida y de la salud del trabajador, y configura el denominado salario social.

El pago puede hacerse en dinero o en especie. El precepto citado no establece pautas acerca de esto, por ejemplo, la proporción que debe hacerse efectiva en dinero o el tipo de bienes en que puede realizarse el pago. Pero sí señala que la remuneración es de libre disposición, razón por la cual concluimos que el bien predominante debe ser el dinero y tratándose de otros objetos, se aceptan si sirven para el consumo del trabajador o éste puede venderlos sin dificultad en el mercado, a un precio equivalente a la suma adeudada. Estos criterios fluyen de Convenio Internacional del Trabajo 95 -no ratificado por el Perú y, por tanto, con valor de Recomendación entre nosotros- según el cual el pago debe hacerse fundamentalmente en dinero, a través de moneda de curso legal, aunque puede admitirse en cheque u otra modalidad (como el depósito en cuenta bancaria), y sólo parcialmente en especie, con bienes apropiados al uso personal del trabajador y su familia, a los que se les atribuya un valor justo y razonable, y que no consistan en bebidas espirituosas o drogas nocivas (artículos 3 y 4).

La unidad de cálculo de la remuneración está constituida, comúnmente, en función del tiempo en que el trabajador está a disposición del empleador, medido en días y horas. Pero a veces se pacta -parcialmente- en función del rendimiento del trabajador: piezas producidas, ventas efectuadas. Este es el caso de los destajeros y los comisionistas. Lo que ellos prometen, como cualquier trabajador, es su actividad y no un resultado, sino que el exceso sobre un monto básico se les paga en relación a éste. El riesgo del trabajo sigue siendo asumido por el empleador.

Por último, queremos resaltar que la remuneración indispensable para la existencia de un vínculo laboral es la debida y no la efectiva. En otras palabras, si de la configuración de la relación fluye que el deudor de trabajo tiene derecho a percibirla, aun cuando no la obtenga en los hechos, se satisface este requisito.


1.4 PRIMACIA DE LA REALIDAD

El ordenamiento laboral está compuesto básicamente por normas imperativas que otorgan beneficios a los trabajadores. Por ello, existe un constante riesgo de que el empleador intente evitar su cumplimiento, con o sin la concurrencia de la voluntad formal del trabajador, que a estos efectos es irrelevante. El acto unilateral del empleador que transgreda una norma imperativa, es inválido, por cuanto no cabe proceder de ese modo contra disposiciones de esa naturaleza, según lo establece el artículo V del Título Preliminar del Código Civil; y el acto bilateral, lo es, además, por contrariar el principio de irrenunciabilidad de derechos, que abordaremos en el punto 4.1.1.1.

Pero unas veces el incumplimiento de las normas es directo y otras, es indirecto. El primero se presenta, por ejemplo, en el caso de la omisión de pago por el empleador de la remuneración que le corresponde al trabajador por vacaciones. El segundo supone, en cambio, un ocultamiento de la vulneración. Se califica a una situación o relación jurídica de un modo que no guarda conformidad con su naturaleza, provocando el sometimiento a un régimen jurídico que no es el pertinente. Esta es la hipótesis que nos interesa abordar ahora.

Ante cualquier situación en que se produzca una discordancia entre lo que los sujetos dicen que ocurre y lo que efectivamente sucede, el derecho prefiere esto, sobre aquello. Un clásico aforismo del Derecho Civil enuncia que las cosas son lo que su naturaleza y no su denominación determina. Sobre esta base, el Derecho del Trabajo ha construido el llamado principio de la primacía de la realidad. En términos similares está formulado por nuestro ordenamiento (artículo 3 del Reglamento de la Ley General de Inspección del Trabajo y Defensa del Trabajador).

Esto no quiere decir, en el caso de los acuerdos entre las partes, que la declaración efectuada por ellas no tenga importancia. Por el contrario, el ordenamiento presume su conformidad con la voluntad real. Así lo establece nuestro Código Civil en su artículo 1361. Pero se permite desvirtuar la presunción, si puede demostrarse la disconformidad entre una y otra.

El principio de la primacía de la realidad opera en situaciones como las siguientes. Si las partes fingen la celebración de un contrato de trabajo y la constitución de una relación laboral, para engañar a terceros, como las entidades aseguradoras, y obtener de ellos ventajas indebidas en materia de Seguridad Social. Asimismo, cuando los sujetos llaman a su contrato como de locación de servicios, pese a que en la relación subsiguiente el supuesto comitente ejerce un poder de dirección sobre el aparente locador. También, si se celebra un contrato de trabajo de duración determinada, que esconde una prestación de servicios por tiempo indefinido. Aquí se produce lo que la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 77, denomina una desnaturalización del contrato temporal. Igual ocurre cuando el empleador califica a un trabajador como de confianza, pese a que su labor no encuadra en las características propias de dichos cargos, que prevé el artículo 43 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral. Por último, estamos ante un caso similar, si el trabajador figura inscrito en la planilla de una empresa de servicios, que no es sino una ficción para permitir que la empresa usuaria se descargue de responsabilidades.

En todos los casos mencionados en vía de ejemplos, el juez debe hacer prevalecer la realidad sobre la apariencia y considerar el acto de encubrimiento como inválido. Este es el efecto derivado de tal situación, aun cuando en ocasiones el trabajador participe del engaño y se beneficie de él. Lo común, sin embargo, es que la elaboración del disfraz de la verdad se materialice con la intervención de la voluntad formal del trabajador, aunque la real sea contraria (y, por ello, denuncia luego el hecho) o que se forme con la voluntad única del empleador, y que aquél le cause perjuicio al trabajador.


El principio de la primacía de la realidad cubre en el Derecho del Trabajo un campo más amplio que el abarcado en el Derecho Civil por la institución de la simulación, aunque conduce al mismo resultado que ésta: la invalidez del acto transgresor. Decimos que su espacio es mayor, por cuanto la aplicación de esta última, conlleva la presencia de ciertos requisitos de compleja configuración en la casuística laboral. Esto, por supuesto, no le niega vigencia en el ámbito laboral.

La simulación supone una divergencia consciente entre la declaración y la voluntad, llevada a cabo mediante acuerdo entre las partes de un negocio, con propósito de engaño a terceros, persiguiendo un fin lícito o ilícito. Puede ser de dos tipos: absoluta y relativa. En la primera, las partes aparentan la constitución de un vínculo entre ellas, allí donde no existe ninguno (artículo 190 del Código Civil). En la segunda, hay un vínculo disimulado tras la imagen de otro simulado, de naturaleza distinta o en el que se hace constar la participación de sujetos o se consigna datos falsos (artículos 191 y 192 del Código Civil). Los dos primeros ejemplos que pusimos antes (el del fingimiento de la existencia de una relación inexistente y del ocultamiento de una relación bajo la apariencia de otra), serían supuestos de simulación absoluta y relativa, respectivamente. La consecuencia de la simulación absoluta es la declaración de invalidez del vínculo falso, y la de la simulación relativa, la del elemento falso, acogiéndose en sustitución el verdadero, siempre que sea lícito.

Institución diferente, en la que no existe falsedad sino ilicitud, pero que puede aproximarse al fenómeno que venimos trabajando, es el fraude a la ley. Este consiste en eludir la regulación de la ley aplicable al hecho (ley defraudada), amparándose en una ley en estricto no aplicable a él (ley de cobertura). No interesa la intención del agente. Si una ley imperativa prohibe llegar a determinado fin mediante un negocio, entonces tampoco puede alcanzarse aquél a través de otro negocio. Se hace una interpretación extensiva de la ley defraudada -si ello es admisible-, para comprender en ésta al acto indebidamente excluido; y, en cambio, la ley de cobertura es interpretada en sentido estricto. El efecto es el de regir al acto por la ley defraudada.

Puede lograrse el fraude a la ley utilizando diversas vías, una de las cuales es la simulación. Habría concurrencia de ambas instituciones si el negocio en fraude fuera el oculto.


1.5 CONTRATO TIPICO Y CONTRATOS ATIPICOS

Los elementos esenciales (que hemos analizado en el punto 1.3), no pueden faltar en un contrato de trabajo y nos permiten distinguirlo de otro de naturaleza civil o mercantil. Pero hay otros rasgos, llamados por la doctrina típicos, cuya presencia es frecuente aunque no indispensable, y hacen posible diferenciar entre unos contratos de trabajo y otros de la misma naturaleza. Dichos rasgos suelen favorecerse por los ordenamientos, porque -de un lado- producen mayor certeza sobre la existencia de un vínculo laboral, especialmente en supuestos de oscuridad, y -del otro- conllevan para el trabajador el más pleno disfrute de los beneficios que las normas laborales establecen.

El papel que los rasgos típicos desempeñan, pues, es el de servir como indicios de laboralidad de una relación o como requisitos para el disfrute de determinados derechos. En virtud de su primera función, pueden contribuir a calificar una relación como laboral, cuando alguno de los elementos esenciales (en especial, la subordinación) no está plenamente acreditado. Gracias a la segunda, la percepción de ciertos beneficios puede estar supeditada al cumplimiento de determinado elemento típico. Vamos a ocuparnos de estas funciones a propósito del análisis de cada rasgo típico, que realizamos a continuación.

Antes, debemos señalar que los criterios de tipicidad son básicamente, los siguientes: duración de la relación laboral, duración de la jornada de trabajo, número de empleos y lugar de trabajo. Atendiendo a estos criterios, el contrato típico es el que se presta con duración indeterminada, tiempo completo, para un solo empleador y en el propio centro de trabajo. Y los atípicos se dan cuando uno o más de dichos rasgos está ausente.

La relación que nace de un contrato de trabajo, puede ser -en cuanto a su duración- indefinida o determinada. Los ordenamientos en los que opera la estabilidad laboral, suelen adoptarla no sólo en su regla de salida (prohibición del despido injustificado) sino también en la de entrada (preferencia por la contratación de duración permanente sobre la temporal).

La Ley de Productividad y Competitividad Laboral ha recogido ambas reglas. En lo que toca a la segunda -lo que nos interesa ahora-, lo ha hecho a través de la presunción de que toda relación laboral es de duración indefinida, admitiendo prueba en contrario (artículo 4), así como del establecimiento de requisitos para la validez de los contratos sujetos a modalidad: existencia de causa objetiva, forma escrita, verificación administrativa, duración máxima, prohibición de recontratación de trabajadores permanentes como temporales, etc. (artículos 53, 72, 73, 74 y 78). De vulnerarse las reglas establecidas en la norma, el contrato de duración determinada se tiene como uno de duración indefinida (artículo 77). En todo caso, la Ley de Productividad y Competitividad Laboral reconoce a los trabajadores temporales los mismos derechos que a los permanentes (artículo 79).

Tenemos entonces, respecto de este criterio en nuestro ordenamiento laboral, un contrato típico: el de duración indefinida, y otro atípico: el de duración temporal. Sin embargo, la regla no es muy sólida, porque la Ley de Productividad y Competitividad Laboral le establece numerosas excepciones, muchas de ellas mal perfiladas, autoriza plazos excesivos para los contratos temporales y no se ejerce sobre ellos ningún control público efectivo..

La jornada de trabajo puede ser de tiempo completo, cuyo máximo permitido por nuestra Constitución es de 8 horas diarias o 48 semanales (artículo 25), o de tiempo parcial, por una cifra inferior a la ordinaria en la empresa.
Nuestro ordenamiento laboral acepta ilimitadamente la celebración de contratos a tiempo parcial, exigiendo sólo la forma escrita y el registro administrativo (artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral y artículo 13 del Decreto Supremo 1-96-TR, Reglamento de su antecesora : la Ley de Fomento del Empleo). De este modo, no tenemos en materia de duración de la jornada -como sí la había en la Ley 24514 en este tema, y la hay en la Ley de Productividad y Competitividad Laboral en cuanto a la duración de la relación, como acabamos de ver- una regla y una excepción, sino dos modalidades equivalentes: tiempo completo o tiempo parcial. En rigor, no estamos ante un elemento típico en nuestro medio, dada esta situación.

Si la jornada de trabajo no llega a las cuatro horas diarias, el trabajador no percibe algunos derechos individuales muy importantes, como la estabilidad laboral en su regla de salida (artículo 22 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), la compensación por tiempo de servicios (artículo 4 de la Ley de Compensación por Tiempo de Servicios) y las vacaciones (artículo 12.a de la Ley sobre Descansos Remunerados, que a estos efectos entra en conflicto con el Convenio Internacional del Trabajo 52, aprobado y ratificado por el Perú, que no prevé tal exclusión). En todos los demás derechos, debe considerárseles comprendidos (artículo 11 del Decreto Supremo 1-96-TR).

Los otros rasgos típicos que -como ya dijimos- son la labor para un solo empleador y la actividad cumplida en el centro de trabajo, no son considerados en nuestro ordenamiento, en principio, como requisitos para el acceso a ningún beneficio laboral. En otras palabras, un trabajador puede carecer de exclusividad, prestando sus servicios a varios empleadores (lo que ocurrirá frecuentemente en el caso de los que desempeñan actividades a tiempo parcial), o hacerlo fuera del centro del trabajo, en la calle, en su domicilio o desplazándose de un lugar a otro, sin que ello afecte la percepción de sus derechos laborales.

Lo cierto es que, más allá de que el ordenamiento laboral no los margine de algunos derechos, los trabajadores atípicos comúnmente se autoexcluyen, por su situación de especial debilidad, configurándose un empleo precario en su caso.





1.6 REGIMEN LABORAL PRIVADO Y PUBLICO

Cuando concurren los tres elementos que hemos analizado antes (en el punto 1.3), estamos ante una relación laboral. Hasta qué punto la naturaleza jurídica del empleador, pública o privada, es un factor relevante para la calificación de un vínculo como laboral, es una cuestión que ha experimentado una interesante evolución entre nosotros, en la que se puede identificar tres fases.

En la primera, se consideró como una relación laboral sólo la que se establecía en la actividad privada, y se asignó al Derecho Administrativo la que se daba entre el trabajador público (tanto el funcionario, que tiene poder de decisión, como el empleado común) y el Estado. Esta es la etapa en la que se adoptó la tesis unilateralista del empleo público, según la cual la relación surgía de la voluntad unilateral de la Administración, a través del nombramiento, estableciéndose por ley los derechos y obligaciones de las partes, sin margen para la negociación. La Ley 11377, Estatuto y Escalafón del Servicio Civil, de 1950, se inscribe claramente en esta línea. La regulación de los derechos de los trabajadores públicos resultaba más ventajosa en aspectos individuales, campo en el que se reconocía la estabilidad laboral (mucho antes que en el sector privado), pero muy desfavorable en aspectos colectivos, donde los derechos básicos estaban expresamente prohibidos.

En la segunda fase, cuyos hitos normativos están conformados por la Constitución de 1979 y el Decreto Legislativo 276, Ley de Bases de la Carrera Administrativa y de Remuneraciones del Sector Público, de 1984, empieza a entenderse -no sin vacilaciones- que cualquiera fuera la naturaleza del empleador existe un vínculo laboral con quien le presta servicios. Se asume, pues, la tesis contractualista del empleo público. La relación laboral, sin embargo, se rige por ordenamientos diferenciados para los trabajadores privados y públicos, aunque éstos tienden a asemejarse cada vez más, superando las diversidades propias de la primera fase: la estabilidad laboral pasa también al sector privado y los derechos colectivos a los empleados públicos (en el caso de la negociación colectiva, con muy severas limitaciones, referidas sobre todo al contenido y al procedimiento negocial). Se excluye de éstos a los funcionarios públicos.

En la tercera y última fase, en la que nuestro ordenamiento entra desde inicios de la década del noventa, incluso los regímenes diferentes se dejan de lado y se acoge la regulación laboral del sector privado también para los trabajadores del Estado. Esta extensión operó primero -en verdad, a mediados de la década del ochenta- con los trabajadores de las empresas del Estado y algunas entidades a las que se sujetó al régimen laboral de la actividad privada, pero ahora alcanza a los propios poderes del Estado y organismos autónomos. Cada vez un número mayor de ellos se somete al ordenamiento laboral del sector privado: trabajadores administrativos del Congreso, del Poder Judicial y muchas entidades dependientes del Poder Ejecutivo. La Constitución vigente asume esta perspectiva, cuando en su Tercera Disposición Final y Transitoria le otorga provisionalidad a la separación de regulaciones entre el sector público y el privado.

La absoluta privatización de la regulación laboral en el sector público, podría afectar la continuidad e idoneidad del servicio, a la que aspiraba la carrera administrativa, institución que en nuestro concepto no debería abandonarse, salvo en el caso de los funcionarios que ocupan cargos políticos o de confianza. Esta perspectiva tiene respaldo además en el artículo 40 de la actual Constitución.


1.7 LABORES EXCLUIDAS Y EQUIPARADAS

La presencia conjunta de los elementos esenciales de la relación laboral, como ya hemos visto, determina la existencia de un vínculo de dicha naturaleza y, por tanto, la aplicación del ordenamiento protector. Sin embargo, pueden producirse dos situaciones opuestas: que a pesar de confluir dichos elementos, la ley descalifique a la relación como laboral y le confiera otro carácter; y que aun cuando no estemos ante una relación laboral, la ley le otorgue al deudor de trabajo ciertos beneficios propios de los trabajadores. El primero es el caso en nuestro ordenamiento del Convenio de Formación Laboral Juvenil; y el segundo, el del fenómeno llamado equiparación. De ambos vamos a ocuparnos en las líneas que siguen.

A través de los Convenios de Formación Laboral Juvenil, un sujeto sin especialización, entre los 16 y los 25 años de edad, ofrece su actividad a otro, quien la utiliza a la vez que lo adiestra en un rubro y le paga una retribución, en un vínculo que puede prolongarse hasta por 12 meses. Así regula la figura la Ley de Formación y Promoción Laboral (modificada por la Ley 27404), según el cual en este caso no se genera una relación laboral (artículo 24). Los jóvenes en formación están excluidos, por tanto, del ordenamiento laboral y sometidos a un régimen especial, contenido en la propia norma citada, desprovisto de los más elementales beneficios.

En nuestro concepto, el factor formativo, por más que llegara a verificarse efectivamente, procurando un oficio a quien carecía de él, no es suficiente para sustraer una prestación personal, subordinada y remunerada del ámbito del Derecho del Trabajo. Nos parece que este hecho, aunado al porcentaje de sujetos que pueden ser excluidos del ordenamiento laboral por esta vía (hasta el 10% del total del personal de la empresa, que puede elevarse al 20% si se trata de personas con limitaciones físicas, intelectuales o sensoriales o de mujeres con responsabilidades familiares, conforme al artículo 14 de la Ley de Formación y Promoción Laboral, modificado por la Ley 27404), bastan para llamar la atención sobre la compatibilidad de esta figura con la tutela concedida al trabajo por la Constitución, que quedaría en mucho vaciada de contenido.

La segunda situación que mencionamos al comienzo tiene más bien un signo contrario a la anterior. La equiparación consiste en ampliar las fronteras del Derecho del Trabajo, no por la ruta de considerar como laborales relaciones que en estricto no lo son, sino por la de extenderles a los sujetos que realizan el servicio, algunos beneficios originarios del ordenamiento laboral (y de Seguridad Social). El dato que la ley toma en cuenta para proceder de este modo es el de la situación socioeconómica de quienes desempeñan la labor. Si considera que ésta es similar a la que -no necesariamente (como vimos en el punto 1.3.2), pero sí comúnmente- acompaña a los trabajadores, entonces puede efectuar la extensión. La cuestión central es, pues, la dependencia económica.

Las categorías asimiladas, sin embargo, deben reunir ciertas características para beneficiarse de esta ampliación. Rodríguez-Piñero (1966: 163-165), identifica las siguientes: debe tratarse de una prestación personal, de actividad o de resultado, no subordinada, retribuida y no dirigida al público en general sino a personas o círculos determinados.

La legislación, sin embargo, no siempre se inspira en esos criterios técnicos, sino que a veces sigue otro tipo de consideraciones. En nuestro ordenamiento ha operado la equiparación respecto de ciertas profesiones, como los abogados, médicos, ingenieros y otros, que prestaban servicios personales percibiendo una retribución periódica, a los que la Ley 15132 (primero interpretada por la Ley 26513 y luego derogada por el Decreto Legislativo 857), les concedió derecho a la compensación por tiempo de servicios y seguro de vida; el Decreto Supremo 34-83-TR, que regula las relaciones laborales en las cooperativas de trabajadores, estableció que cada Asamblea General determinaría el régimen laboral de los socios-trabajadores, pero que éste -en principio- no podía ser inferior al previsto por la legislación laboral del sector privado; y a los estibadores terrestres que laboran en mercados, terminales u otros, se les concedió derecho a vacaciones, compensación por tiempo de servicios y Seguridad Social, por la Ley 25047.

En los casos señalados de algún modo se dan las circunstancias exigidas por la doctrina para la equiparación. Pero esto no ha sucedido en otros como, por ejemplo, el de las amas de casa o madres de familia, a las que la Ley 24705 calificó como trabajadoras independientes para permitirles su incorporación a los regímenes de salud y pensiones de la Seguridad Social. Sin objetar el loable fin -concordante con la tendencia hacia un modelo universal de protección a que apunta el artículo 10 de la Constitución-, el medio empleado es evidentemente incorrecto, por cuanto las labores que ellas desempeñan no son ni productivas ni por cuenta ajena.


2. FUENTES DEL DERECHO DEL TRABAJO


2.1. CONCEPTO

La expresión fuente del derecho tiene -en la doctrina italiana- una doble acepción. De un lado, como fuente de la producción, se refiere al productor, que es una entidad -en el más amplio sentido de la palabra- que posee la atribución de elaborar un producto, así como al procedimiento que debe utilizar con ese propósito. Se responde a las interrogantes acerca de quién puede producir y cómo debe hacerlo. De otro lado, como fuente del conocimiento, alude al producto mismo y absuelve la cuestión de qué es lo producido. En el primer significado será fuente del derecho, por ejemplo, el Congreso y el trámite parlamentario de elaboración de la ley; y, en el segundo, la propia ley. En rigor ésta tiene su origen en aquéllos, por lo que la fuente de la producción sería mediata y la del conocimiento inmediata. En este trabajo vamos a emplear el concepto en ambas acepciones.

La producción puede consistir en un acto o en un hecho y su impacto sobre el producto puede estar en crearlo, modificarlo o extinguirlo. Vamos a explicar enseguida cada uno de estos términos.

Los productos pueden tener su origen en actos o hechos. Los primeros son manifestaciones de voluntad de ciertas entidades (poderes del Estado, organismos autónomos, organizaciones internacionales, autonomía privada, etc.). Son actos los que conducen a la producción de la ley, el tratado, el convenio colectivo, el contrato de trabajo, la sentencia, etc. Pero algunos de ellos son normativos y otros no, conforme veremos luego. Cuando son normativos, adoptan indispensablemente forma escrita y necesitan publicidad, que en el caso de los productos creados por el Estado supone la publicación -aunque no debería agotarse en ella- y en el de los generados por la autonomía privada, al menos la inscripción en un registro público.

Los hechos son situaciones objetivas: una práctica reiterada que suscita convicción de obligatoriedad. No requieren forma escrita, aunque sí -cuando son normativos- alguna difusión. En esta perspectiva, son productos derivados de hechos, la costumbre y -según algunos autores- hasta la jurisprudencia. También hay hechos normativos y los que no lo son.

Comúnmente, cada productor está asociado a un producto propio. Así, la Asamblea Constituyente a la Constitución, el Poder Legislativo a la ley, el Poder Ejecutivo al reglamento, el Poder Judicial a la sentencia, los sujetos laborales colectivos al convenio colectivo, los sujetos laborales individuales al contrato de trabajo, etc. Por excepción, una entidad puede estar habilitada para producir otras formas jurídicas, como ocurre con el Poder Ejecutivo y los decretos legislativos y decretos de urgencia.

Las consecuencias que tienen los actos o hechos sobre los productos, son las de crearlos, modificarlos o extinguirlos. En general, las entidades poseen las tres respecto de sus formas jurídicas propias. Así sucede con los productos que hemos mencionado en el párrafo anterior. Por ejemplo, el Poder Legislativo puede hacer todo ello con la ley, como pueden hacerlo las partes de la relación individual de trabajo con el contrato, refiriéndonos a un producto normativo y a otro no normativo, respectivamente.

Pero puede ocurrir también que una entidad tenga respecto de ciertas formas jurídicas sólo algunas de las mencionadas potestades. Por ejemplo, las de modificarlas o extinguirlas, mas no la de crearlas. Tal es lo que sucede al interior del bloque de los productos heterónomos, de un lado, y de los autónomos, del otro. En el primer caso, el Poder Legislativo no puede crear pero sí modificar o extinguir cualquier otra norma estatal de nivel igual o inferior a la ley (como un decreto legislativo, un decreto de urgencia, un reglamento, etc.), salvo que la Constitución otorgue competencia exclusiva para ello a una entidad distinta. En el segundo, los sujetos laborales colectivos se encuentran en similar situación respecto del contrato de trabajo, que pueden modificar o extinguir por un convenio colectivo (en el último caso, en un procedimiento de terminación de la relación laboral por causas objetivas), mas no crear.

Asimismo, existen entidades investidas exclusivamente -o, al menos, fundamentalmente- de la atribución de extinguir. Este es el caso de las encargadas del control de la constitucionalidad y legalidad del ordenamiento, no en el sistema difuso (en el que se les permite sólo inaplicar al caso concreto las normas infractoras), sino en el concentrado (en el que se les permite eliminarlas). Nuestra Constitución recoge ambos sistemas y le asigna al Tribunal Constitucional la potestad de eliminar mediante una sentencia dictada en un proceso desencadenado ante una acción de inconstitucionalidad, las leyes y otras normas de su nivel incompatibles con la Constitución (artículo 200.4); y al Poder Judicial, la de hacerlo con los reglamentos y otras normas de su nivel cuando infringen la Constitución o la ley, a través de una sentencia expedida en un proceso iniciado por una acción popular (artículo 200.5).

Por último, para que un producto pueda considerarse fuente del derecho, debe ser una norma. Debemos identificar, entonces, qué distingue un producto normativo de otro no normativo. La respuesta se encuentra en los diferentes efectos de uno y otro sobre los destinatarios y las acciones reguladas, como precisa Bobbio (2002: 130 y ss). Mientras los productos normativos constituyen reglas generales y abstractas, es decir, universales en lo referente al destinatario y a la acción, respectivamente; los no normativos forman decisiones particulares y concretas, esto es, singulares en ambos casos. Es esto lo que hace diversos a la ley y al contrato, por ejemplo, que tienen las primeras y las segundas características, respectivamente.

Pero así como hay productos nítidamente ubicables entre los normativos o no normativos, hay otros de clasificación compleja. Este es el caso del convenio colectivo, que es un producto al que la doctrina le reconoce ambas características, cada una de ellas referida a una parte específica de su contenido: la normativa y la obligacional. Sobre esta cuestión volveremos en el punto 2. 3. 4. Asimismo, es el caso de la sentencia, que por lo común es un producto no normativo (cuando pone fin al proceso con efectos sólo entre las partes del mismo), pero a veces puede ser normativo (cuando elimina una norma o forma un precedente vinculante para futuros procesos). Más adelante, en el punto 2.4.1, abordaremos este asunto.

Para concluir queremos recoger tres criterios de frecuente uso por la doctrina para distinguir entre las normas. El primero es el que separa las normas instrumentales de las sustantivas, en función de su incidencia mediata o inmediata sobre la generación de derechos. Mientras las normas instrumentales son las que regulan el propio sistema de fuentes del derecho: qué entidades, mediante qué procedimientos, pueden producir qué formas normativas (la parte orgánica de la Constitución es claramente de este tipo); las sustantivas establecen directamente derechos y obligaciones para las personas (como hace la parte dogmática de la Constitución).

El segundo criterio se refiere al empleo de las formas normativas en todo el ordenamiento o en una sola de sus áreas. En virtud de éste, se distingue entre las normas comunes y las especiales. Las primeras son las formas jurídicas existentes en todos los sectores del ordenamiento, como la ley o el reglamento, cuyo contenido es el que cambia según la materia regulada. Y las segundas son las formas jurídicas propias del Derecho del Trabajo, la principal de las cuales es el convenio colectivo.

El tercer criterio está construido sobre la base del carácter y grado de imperatividad o dispositividad de las normas estatales frente a la autonomía privada. Desde esta perspectiva, hay normas de derecho dispositivo, que permiten la presencia de la autonomía privada en la regulación de una materia y su libre juego en cualquier dirección (de mejora o de disminución); derecho necesario relativo, que fijan pisos a la autonomía privada, debajo de los cuales la intervención de ésta queda prohibida; máximos de derecho necesario, que establecen techos a la autonomía privada, que no puede sobrepasar; y derecho necesario absoluto, que excluyen por completo la presencia de la autonomía privada. La gran masa de normas laborales es del segundo tipo. Creemos que el carácter mínimo de las normas laborales debe presumirse, si no hay declaración expresa en tal sentido, porque es el que guarda mayor conformidad con la naturaleza protectora del ordenamiento laboral. Por tanto, la declaración expresa sólo se requiere cuando la norma laboral adopte uno de los otros tres tipos que hemos mencionado.


2.2 NIVELES Y SUBNIVELES

Todas las normas existentes en un ordenamiento, integran el sistema de fuentes del derecho, que es único y se estructura en función de dos criterios centrales: el de jerarquía y el de competencia. El primero, del que vamos a ocuparnos en este punto, consiste en atribuirle un rango a cada una de las normas, y organizarlas verticalmente, según ese factor, en diversos niveles, de mayor a menor. Nos interesa, pues, establecer cuáles son esos niveles y mediante qué normas y procedimientos se asigna éstos.

La doctrina italiana distingue básicamente cuatro niveles, que son el constitucional (que corresponde a la Constitución), el primario (en el que está la ley y sus equivalentes), el secundario (el del reglamento y sus equivalentes) y el terciario (que contiene las normas emanadas de la autonomía privada). Los equivalentes a los que nos referimos son, en el caso de la ley -la norma máxima producida por el organismo legislativo nacional-, los que derivan de los organismos legislativos regionales y municipales; y, en el caso del reglamento -que emana del organismo ejecutivo nacional-, igualmente, los nacidos de los organismos ejecutivos regionales y municipales.

Los niveles están configurados gruesamente, por lo que al interior de ellos es posible que no todas las normas que los conforman tengan el mismo rango. De ahí, la necesidad de distinguir subniveles dentro de los primeros, que nos proporcionan una ordenación más precisa. Era claro, por ejemplo, con la Constitución de 1979, que los tratados no relativos a derechos humanos, tenían nivel primario. Sin embargo, también lo era que había prevalencias internas: los tratados sobre las leyes en caso de conflicto y los de integración con Estados latinoamericanos sobre los demás tratados multilaterales celebrados entre las mismas partes. Todo ello, porque había subniveles distintos.

Veamos ahora las normas y procedimientos idóneos para conceder los niveles y subniveles. Estos son conferidos por una norma de tipo instrumental, que no puede estar mejor ubicada que en la propia Constitución. Esta se señala a sí misma un nivel, que es el más alto, y determina los correspondientes a las demás normas importantes. Lo no regulado por la Constitución, puede serlo por la ley.

En cuanto al procedimiento, hay dos caminos: el directo y el indirecto. Conforme al primero, la norma otorga el rango, sea de modo global (como cuando en su artículo 51 la Constitución establece que prevalece sobre la ley y ésta sobre el reglamento, configurando los tres primeros niveles), sea de modo puntual, norma por norma (como ocurre al indicarse, por ejemplo, en el artículo 118.19, que los decretos de urgencia tienen rango de ley).

El camino indirecto es el de fijar un nivel, sin señalarlo expresamente, al determinar el medio de control de validez que corresponde a una norma. Así, tienen nivel primario las normas que se impugnan mediante la acción de inconstitucionalidad y nivel secundario, aquéllas cuya vía para ello es la acción popular.

Tomando en cuenta lo expuesto, los niveles de nuestro sistema de fuentes, con las precisiones que se hará en los puntos siguientes, quedan configurados como se establece en el cuadro.



SISTEMA PERUANO DE FUENTES DEL DERECHO

NIVEL NORMAS
Constitucional
• Constitución
• Tratado de derechos humanos
Primario • Tratado
• Ley
• Decreto legislativo
• Decreto de urgencia
• Ley regional
• Ordenanza municipal
• Sentencia anulatoria del Tribunal Constitucional
Secundario • Reglamento
• Decreto regional
• Edicto municipal
• Sentencia anulatoria del Poder Judicial
Terciario • Convenio colectivo
• Reglamento interno de trabajo
• Costumbre


2.3 PRINCIPALES PRODUCTOS NORMATIVOS Y NO NORMATIVOS DEL DERECHO DEL TRABAJO


2.3.1 CONSTITUCION

En este punto nos interesa abordar el tema de la Constitución como norma, centrándonos en las características que tiene la regulación del trabajo por la de 1993.

Antes, conviene precisar que la cuestión laboral ha estado presente en el constitucionalismo moderno. Pero mientras las Constituciones liberales se ocupaban sólo de la libertad de trabajo: derecho de decidir si se trabaja o no, en qué y para quién (según vimos en el punto 1.2.4), las Constituciones sociales han tratado además, el derecho al trabajo y los derechos en el trabajo; es decir, el acceso a un empleo en condiciones adecuadas. Ello es el lógico correlato del abandono de las tesis abstencionistas sobre el papel del Estado en la vida socioeconómica y la adopción de las tesis intervencionistas. Allí se produjo la extensión del catálogo de derechos: de sólo los civiles y políticos, a también los económicos, sociales y culturales. Nuestras Constituciones del siglo XX, tienen todas -en grados muy diversos- este último signo.

Sobre la Constitución vigente, queremos resaltar dos cuestiones: cuál es la función que le otorga al trabajo en el contexto social y cómo regula los derechos y principios laborales.

El trabajo aparece en la Constitución como un deber y un derecho y como base del bienestar social y medio de realización personal (artículo 22). Asimismo, se señala que es objeto de protección por el Estado (artículo 23). Estas expresiones poseen la mayor relevancia, porque muestran que nos encontramos ante un bien superior en el ordenamiento. Además pueden servir, de un lado, como fundamento del ejercicio de derechos (el derecho al trabajo como cobertura para defender el acceso y la conservación del empleo, por ejemplo) y, del otro, como clave interpretativa para el conjunto del articulado laboral y del texto constitucional (base sobre la cual, por ejemplo, puede sostenerse el reconocimiento de todos los principios del Derecho del Trabajo, originados en el carácter protector de éste, aunque no estén expresamente consagrados).

En cuanto a la regulación de los derechos laborales, debemos efectuar el análisis en el marco de los modelos que pueden identificarse en las Constituciones modernas en esta materia. Nos parece que hay cuatro opciones de referencia a un derecho por una Constitución: lo reconoce y detalla sus características centrales; lo reconoce, pero remite la precisión de sus características a la ley; no lo reconoce; y, lo prohibe.

El primer tipo es el que la Constitución adopta cuando tiene el mayor interés en el respeto de un derecho, porque lo considera especialmente relevante. Deja, por tanto, al legislador un margen de desarrollo menor que los otros tipos. Está reservado para el núcleo de los derechos de un área. El segundo, corresponde a los derechos de importancia intermedia. Aquí el legislador tiene un campo de acción más amplio para regular el derecho. En el tercero, la libertad del legislador es total para decidir si reconoce o no el derecho y de qué manera. Sólo cabe, entonces, respecto de los derechos periféricos. Por último, el cuarto tipo, se emplea por excepción para excluir de un derecho a algunos sujetos o limitarlo en ciertas circunstancias (por ejemplo, los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía respecto de la sindicación y la huelga, y ésta misma cuando se produce en los servicios esenciales, respectivamente).

Muy vinculado con lo anterior, se encuentra la distinción entre los grados de preceptividad con que la Constitución puede reconocer un derecho. Aquí la doctrina identifica básicamente dos: la inmediata, cuando el texto constitucional es suficiente para accionar en defensa del derecho ante el organismo jurisdiccional, y la aplazada, cuando se requiere el desarrollo del derecho por el legislador o la adopción de políticas por el gobierno. La primera se da fundamentalmente en el tipo uno de los modelos señalados antes, mientras la segunda coincide más bien con el tipo dos.

Un concepto indispensable, en todo caso, para el posterior desarrollo del derecho constitucionalmente consagrado, es el de contenido esencial. En virtud de éste, hay que determinar -siguiendo al Tribunal Constitucional español- los aspectos que permiten reconocer un derecho y los intereses para los que se ha establecido. El legislador puede moverse con libertad, pero debe respetar ese contenido esencial. Así, el legislador podría optar por una fórmula mínima de regulación de la huelga: sólo el cese total y continuo de labores, con abandono del centro de trabajo, en procura de fines profesionales, o por una máxima: cualquier alteración en la forma habitual de prestar el servicio, admitiendo también fines político-sociales; y estar ambas comprendidas, pese a sus diferencias, dentro del derecho de huelga, porque satisfacen su contenido esencial: una medida de presión, vinculada al cumplimiento de la prestación de trabajo, adoptada en el contexto de un conflicto con el empleador. El contenido esencial tendrá que ser determinado, en definitiva, por el Tribunal Constitucional.

Desde esta perspectiva, volvamos ahora a nuestra actual Constitución. Lo primero que debemos anotar es la ubicación del bloque de los derechos laborales, ya no entre los fundamentales sino entre los sociales y económicos. Sólo están entre aquéllos, la igualdad ante la ley y la no discriminación (artículo 2.2), con aplicación por cierto no reservada al ámbito laboral; la sindicación, en el marco del derecho de constituir diversas formas de organización jurídica sin fines de lucro (artículo 2.13); y la libertad de trabajo (artículo 2.15). Los demás se hallan en el segundo grupo. Esta distinción, sin embargo, es relativa porque la fórmula abierta del artículo 3 puede llevar a comprender al conjunto de los derechos laborales entre los fundamentales y porque no incide sobre los mecanismos de tutela especial establecidos por la Constitución (el proceso de amparo, en concreto, puede utilizarse frente a la vulneración o amenaza de los derechos constitucionales y no sólo los que de ellos sean fundamentales). En lo que sí podría haber una consecuencia práctica de esta sustracción, sería en la hipótesis de un conflicto entre dos derechos constitucionales, uno fundamental y el otro no. En este caso, siguiendo la tesis de la ponderación entre los derechos en colisión, atendiendo a su diferente valoración por la Constitución, podría afectarse más el segundo que el primero, evitando llegar a suprimirlo.

En cuanto a la regulación de los derechos, conviene reunirlos en dos grupos, en atención al criterio generalizado en doctrina: los individuales y los colectivos.

La Constitución no recoge todo el repertorio de derechos individuales vigentes, sino que más bien es selectiva. Como consecuencia, quedan fuera de mención algunas instituciones tradicionales en nuestro ordenamiento laboral, como las gratificaciones y la compensación por tiempo de servicios, proclamadas por la Constitución anterior. Esto no quiere decir, naturalmente, que vayan a desaparecer, sino que en el futuro sólo subsistirán en la medida en que sean reguladas por otras normas, como ocurre ahora en ambos casos.

La Constitución sí se ocupa de tres temas que conforman el núcleo del Derecho Individual del Trabajo: la cuantía de la remuneración, la duración de la jornada y de los descansos, y la duración de la relación laboral.

En lo que respecta a la remuneración, no se abandona, pese a la perspectiva neoliberal que preside el texto, el concepto de remuneración mínima (artículo 24), producto por excelencia de la intervención niveladora del Estado sobre las desigualdades sociales. Aunque se suprime la referencia al reajuste periódico de aquélla.

La jornada ordinaria se fija en 8 horas diarias o 48 semanales, como máximo (artículo 25), permitiendo que se supere el primer tope si se respeta el segundo. El tiempo de trabajo que exceda de esas barreras debe, por tanto, tratarse como jornada extraordinaria. Correlativamente, se reitera en el mismo precepto, el derecho a los descansos remunerados, semanales y anuales.

Asimismo, se regula el despido, aunque en este caso con una redacción ambigua: la ley otorga al trabajador adecuada protección contra el despido arbitrario (artículo 27). Creemos que este equívoco precepto debe ser entendido en el sentido de prohibir el despido arbitrario, de un lado, pero permitir al legislador establecer el mecanismo de reparación que considere más adecuado frente a él, del otro. De este modo, se estaría proclamando el carácter causal del despido -y simultáneamente la invalidez del despido libre-, aunque admitiendo que pueda optarse por ley entre un sistema de estabilidad absoluta, esto es, con reposición ante un despido injustificado (como en la Ley 24514), o relativa, es decir, con indemnización frente al mismo supuesto (como sucede en la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, salvo en el llamado despido nulo). De ser así, como ocurre además generalizadamente en las normas internacionales y en el derecho comparado, el artículo nos parecería razonable en su regulación de una institución tan controvertida. La proscripción del despido arbitrario emana, además, del artículo 22, que consagra el derecho al trabajo, en sus dos facetas: la de acceso y -la relevante para estos efectos- de conservación del empleo.

Con el abandono del término “estabilidad laboral”, que -como vimos en el punto 1.5- según la doctrina comprende no sólo la regla de salida, consistente en la prohibición del despido injustificado, sino también la de entrada, plasmada en la preferencia por la contratación de duración indeterminada sobre la de duración temporal, habrá en el futuro más dificultades para sustentar la inconstitucionalidad de una eventual hipótesis de generalización de la contratación temporal.

En lo que se refiere a los derechos colectivos: sindicación, negociación colectiva y huelga, los tres han sido regulados en la Constitución en un único precepto (artículo 28). Dada la interdependencia que la doctrina reconoce entre estas instituciones no pensamos que esta refundición constituya una cuestión esencial.

Lo preocupante de la nueva fórmula es su imprecisión, que afecta sobre todo a la sindicación y a la huelga. El Estado garantiza la libertad sindical, dice la Constitución (artículo 28.1). No proporciona ningún elemento de su ámbito objetivo, excluyendo del subjetivo a los funcionarios del Estado con poder de decisión y los que desempeñan cargos de confianza o dirección, así como los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional y los jueces y fiscales (artículos 42 y 153).

Para determinar el ámbito objetivo, el organismo legislativo y el jurisdiccional tendrán que acudir a la más clarificadora regulación establecida en los Convenios Internacionales del Trabajo 87 y 98, ambos aprobados y ratificados por el Perú, y en la jurisprudencia de los órganos de control de la Organización Internacional del Trabajo (abordamos este asunto con más detalle en el punto 2.3.2). De esta manera, queda comprendida en la institución tanto la libertad sindical individual como colectiva, de organización y de actividad, y su protección. En otras palabras, el derecho de los trabajadores a constituir, afiliarse y participar en las organizaciones sindicales, y el de éstas a dotarse de estatutos, elegir a sus representantes, desarrollar sus actividades, conformar entidades de grado superior y disolverse; todo ello sin injerencia del empleador, otras organizaciones sindicales o el Estado, y con la debida tutela de éste.

Para la Constitución la huelga debe ejercerse en armonía con el interés social, pudiendo el legislador señalar sus excepciones y limitaciones (artículo 28.3). El propio texto proporciona una relación de funcionarios públicos que no quedan comprendidos en el derecho (artículos 42 y 153). No se señala a quién corresponde la titularidad del mismo, razón por la cual una futura ley puede atribuirla no sólo a los trabajadores sino también (o sustitutoriamente) a las organizaciones sindicales.

Respecto de los límites al derecho, nos hubiera parecido más conveniente utilizar la expresión de la Constitución española: la ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad (artículo 28.2). Ello no sólo porque los servicios esenciales son justamente el sector en que entran en colisión el derecho de los trabajadores a la huelga con otros derechos fundamentales de los usuarios, siendo por tanto una plasmación más concreta del interés social; sino porque de ese modo no se habría degradado un derecho constitucional al permitirle al legislador determinar sus excepciones y limitaciones, además de las expresamente establecidas en la Constitución misma.

En cuestión de negociación colectiva, la Constitución sí establece importantes caracteres (artículo 28.2). En primer lugar, le encarga al Estado el fomento de esta institución, al estilo de los Convenios Internacionales del Trabajo 98 y 154 (el primero ratificado por nuestro país, como ya dijimos, y el segundo no), lo que significa no sólo garantizar el derecho sino promover su desarrollo. En segundo lugar, sustituye la referencia a la intervención del Estado en la solución de los conflictos, por la búsqueda de diversas formas de solución pacífica, que resulta más acorde con la autonomía colectiva. Por último, reemplaza la frase “fuerza de ley para las partes” por la de “fuerza vinculante en el ámbito de lo concertado”, como atributo del convenio colectivo. A esto nos referiremos en el punto 2.3.4.

En materia laboral la Constitución vigente ha convalidado la reforma radical del ordenamiento llevada a cabo desde inicios de la década del noventa, cuya perspectiva fue la de disminuir la regulación estatal dejando un espacio mayor a la autonomía privada. Por ello, el articulado laboral puede encasillarse básicamente en los tipos dos y tres de los modelos de tratamiento constitucional de los derechos que expusimos antes: reconocimiento y remisión, o no reconocimiento. Lo preocupante es que en esta fórmula poco garantizadora, se haya comprendido algunos derechos de los trabajadores que la doctrina conviene en considerar como integrantes del núcleo de los mismos: estabilidad laboral, sindicación y huelga.

Por último, una brevísima referencia a los principios del Derecho del Trabajo en la nueva Constitución, ya que este tema lo abordaremos en el punto 4.1. La situación de los principios es diferente de la de los derechos, porque aquéllos no requieren plasmación en el texto para disfrutar de reconocimiento. Su recepción por el ordenamiento puede servir más bien para concederles una riqueza mayor o menor.


EL TRABAJO EN LAS CONSTITUCIONES
DE 1979 Y 1993

TEMA CONSTITUCION 1979 CONSTITUCION 1993
CARACTER
PROTECTOR El trabajo es objeto de protección por el Estado (art. 42) El trabajo es objeto de atención prioritaria del Estado, el cual protege especialmente a la madre, al menor de edad y al impedido que trabaja (art. 23).
REMUNERACION El trabajador tiene derecho a una remuneración justa.

Varones o mujeres tienen derecho a igual remuneración por trabajo igual.

Las remuneraciones mínimas se reajustan periódicamente por el Estado con participación de las organizaciones de trabajadores y empleadores.
(art. 43)
El trabajador tiene derecho a una remuneración equitativa y suficiente.




Las remuneraciones mínimas se regulan por el Estado con participación de las organizaciones de trabajadores y empleadores.
(art. 24)
JORNADA La jornada ordinaria es de 8 horas diarias y 48 horas semanales






Todo trabajo realizado fuera de la jornada se remunera extraordinariamente.
(art. 44). La jornada ordinaria es de 8 horas diarias o 48 horas semanales.

En jornadas acumulativas o atípicas, el promedio de horas trabajadas en el período correspondiente no puede superar dicho máximo.

(art. 25)
ESTABILIDAD
LABORAL El Estado reconoce el derecho de estabilidad en el trabajo.

El trabajador sólo puede ser despedido por causa justa, señalada en la ley y debidamente comprobada.
(art. 48) La ley otorga al trabajador adecuada protección contra el despido arbitrario. (art. 27).
SINDICACION El Estado reconoce el derecho de constituir sindicatos sin autorización previa, afiliarse o no a ellos, así como el derecho de los sindicatos a constituir organismos de grado superior, funcionar libremente y disolverse por acuerdo de sus miembros o resolución de la Corte Suprema.

Los dirigentes gozan de garantías para el desarrollo de sus funciones.
(art. 51) El Estado reconoce el derecho de sindicación. Cautela su ejercicio democrático.

Garantiza la libertad sindical.
(art. 28.1).

NEGOCIACION
COLECTIVA



El Estado garantiza el derecho a la negociación colectiva.

La intervención del Estado sólo procede y es definitoria a falta de acuerdo entre las partes.

Las convenciones colectivas tienen fuerza de ley para las partes.

(art. 54) El Estado reconoce el derecho de negociación colectiva. Cautela su ejercicio democrático.

Fomenta la negociación colectiva.






La convención colectiva tiene fuerza vinculante en el ámbito de lo concertado.
(art. 28.2)
HUELGA La huelga es derecho de los trabajadores.



Se ejerce en la forma que establece la ley.

(art. 55)

El Estado reconoce el derecho de huelga. Cautela su ejercicio democrático.

Regula el derecho de huelga para que se ejerza en armonía con el interés social. Señala sus excepciones y limitaciones.
(art. 28.3)
PARTICIPACION El Estado reconoce el derecho de los trabajadores a participar en la gestión y utilidad de la empresa.


La participación se extiende a la propiedad, en las empresas cuya naturaleza no lo impide.
(art. 56). El Estado reconoce el derecho de los trabajadores a participar en las utilidades de la empresa y promueve otras formas de participación. (art. 29)
PRINCIPIO DE IRRENUNCIABILIDAD. Los derechos reconocidos a los trabajadores son irrenunciables. Su ejercicio está garantizado por la Constitución .

Todo pacto en contrario es nulo.
(art. 57). Se respeta como principio el carácter irrenunciable de los derechos reconocidos por la Constitución y la ley (art. 26.2).
PRINCIPIO IN
DUBIO
PRO OPERARIO En la interpretación o duda sobre el alcance y contenido de cualquier disposición en materia de trabajo, se está a lo que es más favorable al trabajador. (art. 57) Se respeta como principio la interpretación favorable al trabajador en caso de duda insalvable sobre el sentido de una norma. (art. 26.3)
PRINCIPIO DE
IGUALDAD El trabajo es objeto de protección, sin discriminación alguna y dentro de un régimen de igualdad de trato. (art. 42) Se respeta como principio la igualdad de oportunidades sin discriminación (art. 26.1).
RETROACTIVI-
DAD
Ninguna ley tiene fuerza ni efectos retroactivos, salvo en materia penal, laboral o tributaria, cuando es más favorable al reo, trabajador o contribuyente. (art. 187) Ninguna ley tiene fuerza ni efectos retroactivos, salvo en materia penal, cuando favorece al reo. (art. 103)


2.3.2 TRATADO

Los tratados son -en palabras de Remiro Brotóns y otros (1997: 181)- acuerdos escritos celebrados entre sujetos internacionales, que crean derechos y obligaciones regidos por el Derecho Internacional. Pueden celebrarse entre Estados, entre éstos y organizaciones internacionales o entre éstas, en forma bilateral o multilateral. Los primeros están regidos por la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 y, los demás, por la de 1986. También pueden consistir en decisiones adoptadas en el seno de organizaciones internacionales. Estos tratados están regulados por ambas Convenciones de Viena, en su artículo 5 común. Son productos normativos. Para que puedan regir en nuestro ordenamiento interno, se requiere su previa aprobación y ratificación por los organismos correspondientes, sin perjuicio del cumplimiento de las condiciones estipuladas en los propios tratados. Nos interesa referirnos en este punto, primero, a la regulación de los derechos laborales por los tratados y luego, al modo cómo nuestra Constitución se ocupa de ellos.

Abordaremos primero los tratados producidos por las organizaciones internacionales. Podemos establecer una doble clasificación de éstos: por su ámbito, en mundiales o regionales (donde nos interesan los americanos), y por su contenido, en genéricos y específicos, según consagren indiferenciadamente derechos correspondientes a diversas áreas o se centren en alguno o algunos pertenecientes a un sector determinado.

A partir de esta entrada, los principales tratados de contenido genérico que regulan derechos laborales son los llamados instrumentos internacionales de derechos humanos. Los más importantes de éstos son -en el ámbito mundial- la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y los Pactos Internacionales (1966) de Derechos Civiles y Políticos, de un lado, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, del otro; y -en el ámbito regional americano- la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969) y su Protocolo Adicional en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1988). Todos ellos están aprobados y ratificados por el Perú.

En todos los instrumentos internacionales mencionados -que son el núcleo sobre la materia- se encuentran comprendidos derechos laborales. Las Declaraciones suelen proclamarlos con poco detalle, simplemente enunciándolos, pero los Pactos y Convenciones sí los abordan con más precisión. El bloque de los derechos laborales está incorporado a los instrumentos internacionales orientados a los derechos económicos, sociales y culturales. Allí se hallan el derecho al trabajo, a la libre elección del trabajo, a condiciones y remuneraciones equitativas y satisfactorias, al descanso, a la sindicación, etc. La libertad sindical aparece, además, entre los derechos civiles y políticos.

Pero hay también tratados de ámbito mundial y de contenido específico, que versan solamente sobre derechos laborales (y Seguridad Social): son los convenios internacionales del trabajo, producidos por la Organización Internacional del Trabajo. Desde 1919 en que fue creada esta entidad, la Conferencia Internacional del Trabajo -que es su órgano máximo- compuesta por representantes de Estados y de organizaciones de trabajadores y de empleadores, viene elaborando estas normas sobre los derechos más importantes de los trabajadores (libertad de trabajo, igualdad de oportunidades y de trato, salarios mínimos, protección de los salarios, jornadas de trabajo y descansos, seguridad e higiene en el trabajo, trabajo de mujeres, menores y trabajadores de edad, libertad sindical, etc.) y otros aspectos de la cuestión laboral (empleo, administración del trabajo, relaciones profesionales, etc.). El Perú ha aprobado y ratificado más de un tercio de dichas normas.

Nos parece que estos convenios internacionales del trabajo, los cuales -en su mayoría- desarrollan derechos laborales antes regulados con menos detalle por diversos instrumentos internacionales de derechos humanos, deben calificarse también como tales. De este modo, el tratamiento que brinda nuestra Constitución a los tratados sobre derechos humanos -del cual nos ocuparemos más adelante- se hace extensivo a los convenios internacionales del trabajo.

En lo que respecta a los tratados celebrados entre Estados, también en ellos se aborda la cuestión laboral. El marco en el que se produjo este fenómeno fue, en un primer momento, el de los acuerdos regionales de integración económica. Allí se trataba básicamente de proteger al trabajador migrante en la conservación de sus beneficios, cuando se desplazara a prestar servicios entre un Estado y otro. Pero también se buscaba armonizar las legislaciones laborales nacionales para evitar la existencia de ventajas indebidas de un Estado sobre los demás en el plano de las relaciones comerciales, derivadas de un tratamiento desigual de los derechos de los trabajadores. Estas son las llamadas cláusulas sociales, que en el contexto de la globalización económica son actualmente una exigencia no sólo de los repotenciados tratados regionales de integración, sino además del comercio mundial liberalizado. En el seno de la Organización Mundial de Comercio, organismo rector de estas operaciones, no se ha dado todavía el consenso necesario para la adopción de una cláusula social, que establezca la relación de derechos laborales de vigencia indispensable para el desarrollo del libre comercio mundial, pero se ha asumido el compromiso de respetar las normas laborales internacionales, en coordinación con la Organización Internacional del Trabajo. La preocupación de ésta sobre la dimensión social de la liberalización del comercio internacional, la llevó a emitir por su Conferencia Internacional del Trabajo reunida en junio de 1998, una Declaración relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, conforme a la cual todos los miembros, aun cuando no hayan ratificado los convenios sobre derechos fundamentales, tienen el compromiso que se deriva de su mera pertenencia a la organización internacional de respetar, promover y hacer realidad los siguientes derechos: libertad de asociación y libertad sindical y reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva; eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio; abolición efectiva del trabajo infantil; y eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación (punto 2). Se añade que las normas del trabajo no deberían utilizarse con fines comerciales proteccionistas y que no debería en modo alguno ponerse en cuestión la ventaja comparativa de cualquier país sobre la base de esta Declaración (punto 5). Finalmente, se dispone que se hará un seguimiento de la Declaración a través de memorias presentadas por los Estados e informes de la organización internacional.

Sobre la regulación de los tratados por nuestra Constitución, queremos referirnos a la competencia y la jerarquía. La primera cuestión alude al organismo al que le corresponde la aprobación y ratificación o denuncia de un tratado en nuestro ordenamiento, es decir, la recepción o expulsión de esa norma internacional por nuestro derecho interno. La Constitución le reserva al Congreso la atribución de aprobar y denunciar los tratados relativos a ciertas materias taxativamente enumeradas y le concede la de las demás al Presidente de la República (artículos 56 y 57). La ratificación es siempre potestad del Presidente de la República. El Congreso opera frente a la aprobación o denuncia a través de una resolución legislativa y el Presidente de la República lo hace en caso de aprobación, ratificación o denuncia mediante un decreto supremo. Así lo ordena la Ley 26647, que establece las normas y regula los actos relativos al perfeccionamiento nacional de los tratados, en su artículo 2.

Entre las materias en las que el Congreso debe aprobar y denunciar los tratados están las referidas a derechos humanos, así como las que conllevan modificación o derogación de leyes o requieran desarrollo legislativo. Como los tratados sobre derechos laborales están en el primer grupo -por lo antes expuesto- y eventualmente también en los siguientes, su aprobación o denuncia en nuestro medio compete al Congreso.

Sobre el rango de los tratados, la actual Constitución no es precisamente clara. Al ocuparse de ellos -en el Capítulo correspondiente- no señala directamente cuál es su ubicación en la jerarquía, pero sí lo hace en vía indirecta al mencionarlos entre las normas cuya validez se controla mediante la acción de inconstitucionalidad (artículo 200.4). Les otorga, por tanto, nivel primario.

Sin embargo, consideramos posible establecer diferencias en la jerarquía que nuestro ordenamiento le atribuye a los tratados. Esto nos lleva a dos cuestiones: si los tratados de derechos humanos tienen el mismo nivel que los demás, y si los aprobados por el Congreso se ubican en idéntico subnivel que los aprobados por el Presidente de la República.

Sobre la primera, pensamos que los tratados de derechos humanos tienen rango constitucional. La base normativa de esta asignación, se encuentra, de un lado, en el artículo 3 de la Constitución, que contiene la llamada cláusula de los derechos implícitos: la enumeración de derechos fundamentales hecha por el artículo 2, se amplía con otros similares proclamados por la Constitución o los tratados sobre derechos humanos; y, del otro, en la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución: los preceptos constitucionales que reconocen derechos y libertades se interpretan de conformidad con los tratados sobre las mismas materias ratificados por el Perú. Esta última fórmula ha sido recogida del artículo 10.2 de la Constitución española, de donde había pasado al artículo 15 de la Ley 25398, modificatoria de la Ley de Hábeas Corpus y Amparo. Hoy está presente en el artículo V del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional.

La hipótesis de operación de la Cuarta Disposición Final y Transitoria es la siguiente: un precepto constitucional reconoce un derecho, el mismo que también es regulado por un tratado sobre derechos humanos aprobado y ratificado, siendo ambas normas compatibles; en tal caso, para establecer el sentido del primero es indispensable acudir al segundo. Surge así una vinculación intensa entre la Constitución y el tratado, que forma un bloque entre ellos para fines hermenéuticos. Esta situación equivale desde nuestro punto de vista a una constitucionalización de dichos tratados. Será posible, por tanto, interponer una acción de inconstitucionalidad contra una ley que transgreda la regulación de un derecho consagrado simultáneamente por la Constitución y un tratado, por infracción de aspectos no contenidos en la primera pero sí en el segundo. El bloque se extiende, en nuestra opinión, no sólo al texto del tratado sino también a la jurisprudencia que sobre él ha nacido de los órganos de control de la organización internacional que lo produjo. Si se acudiera únicamente al tratado y no a la jurisprudencia, el organismo jurisdiccional de cada país podría darle al primero un significado particular, con lo que un mismo texto tendría lecturas distintas en los diversos Estados suscriptores.

Un caso que muestra la gran relevancia otorgada por la Constitución a los tratados sobre derechos humanos es el de la libertad sindical. Como vimos en el punto 2.3.1, el artículo 28.1 de la Constitución no puede ser más escueto: no se sabe qué garantiza ni a quién. Pero como en virtud de la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución, aquel precepto debe ser leído conjuntamente con los tratados sobre la materia ratificados por el Perú, tenemos que utilizar los Convenios Internacionales del Trabajo 87 y 98, así como la jurisprudencia sobre ellos emanada de la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones y el Comité de Libertad Sindical del Consejo de Administración (que son los órganos de control) de la Organización Internacional del Trabajo, que enriquecen notablemente su contenido.

El último asunto pendiente, es el del rango de los tratados aprobados por el Congreso y por el Presidente de la República. Pensamos que dada la mayor importancia de las materias conferidas al primero, así como el nivel más alto de la norma de que dispone para la aprobación, debe reconocerse a aquéllos un subnivel superior respecto de éstos, todos dentro del nivel primario.

Para efectos de las relaciones entre los tratados y las normas nacionales, nos remitimos a los puntos 4.2.4 y 4.2.5. Aquí queremos adelantar sólo que en caso de concurrencia conflictiva, un tratado de cualquier materia, prevalece sobre una norma nacional, cualquiera fuera su rango, excepto en el campo de los derechos humanos, en el que debería preferirse la norma nacional si fuera más favorable. Y, en caso de concurrencia no conflictiva, ambas normas se aplican a la vez. El ensamblaje previsto en la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución es justamente de este tipo.


CONVENIOS INTERNACIONALES DEL TRABAJO
APROBADOS Y RATIFICADOS POR EL PERU

CONVENIO MATERIA Y FECHA APROBACION
Resolución Fecha
Legislativa
1 Horas de trabajo (industria), 1919 10195 23-03-45
4* Trabajo nocturno (mujeres), 1919 10195 23-03-45
8 Indemnización de desempleo (naufragio), 1920 14033 24-02-62
9 Colocación de la gente de mar, 1920 14033 24-02-62
10 Edad mínima (agricultura), 1921 13284 15-12-59
11 Derecho de asociación (agricultura), 1921 10195 23-03-45
12 Indemnización por accidentes de trabajo (agricultura),1921 14033 24-02-62
14 Descanso semanal (industria), 1921 10195 23-03-45
19 Igualdad de trato (accidentes del trabajo), 1925 10195 23-03-45
20 Trabajo nocturno (panaderías), 1925 14033 24-02-62
22 Enrolamiento de la gente de mar, 1926 14033 24-02-62
23 Repatriación de la gente de mar, 1926 14033 24-02-62
24 Seguro de enfermedad (industria), 1927 10195 23-03-45
25 Seguro de enfermedad (agricultura), 1927 13284 15-12-59
26 Métodos para la fijación de salarios mínimos, 1928 14033 24-02-62
27 Indicación del peso en los fardos transportados por barco,
1929 14033 24-02-62
29 Trabajo forzoso, 1930 13284 15-12-59
32 Protección de los cargadores de muelle contra
los accidentes (revisado), 1932 14033 24-02-62
34 Agencias retribuidas de colocación, 1933 14033 24-02-62
35 Seguro de vejez (industria, etc.), 1933 10195 23-03-45
36 Seguro de vejez (agricultura), 1933 13284 15-12-59
37 Seguro de invalidez (industria, etc.), 1933 10195 23-03-45
38 Seguro de invalidez (agricultura), 1933 13284 15-12-59
39 Seguro de muerte (industria, etc.), 1933 10195 23-03-45
40 Seguro de muerte (agricultura), 1933 13284 15-12-59
41* Trabajo nocturno (mujeres) (revisado), 1934 10195 23-03-45
44 Desempleo, 1934 14033 24-02-62
45* Trabajos subterráneos (mujeres), 1935 10195 23-03-45
52 Vacaciones pagadas, 1936 13284 15-12-59
53 Certificados de capacidad de los oficiales, 1936 14033 24-02-62
55 Obligaciones del armador en caso de enfermedad
o accidente de la gente de mar, 1936 14033 24-02-62
56 Seguro de enfermedad de la gente de mar, 1936 14033 24-02-62
58 Edad mínima (trabajo marítimo) (revisado), 1936 14033 24-02-62
59 Edad mínima (industria) (revisado), 1937 14033 24-02-62
62 Prescripciones de seguridad (edificación), 1937 14033 24-02-62
67 Horas de trabajo y descanso (transporte por carretera),1939 14033 24-02-62
68 Alimentación y servicio de fonda (tripulación de buques),
1946 14033 24-02-62
69 Certificado de aptitud de los cocineros de buque, 1946 14033 24-02-62
70 Seguridad social de la gente de mar, 1946 14033 24-02-62
71 Pensiones de la gente de mar, 19460 14033 24-02-62
73 Examen médico de la gente de mar, 1946 14033 24-02-62
77 Examen médico de los menores (industria), 1946 14033 24-02-62
78 Examen médico de los menores (trabajos no industriales),
1946 14033 24-02-62
79 Trabajo nocturno de los menores (trabajos no industriales),
1946 14033 24-02-62
80 Revisión de los artículos finales, 1946 14033 24-02-62
81 Inspección del trabajo, 1947 13284 15-12-59
87 Libertad sindical y protección del derecho de sindicación,
1948 13284 15-12-59
88 Servicio del empleo, 1948 14007 09-02-62
90 Trabajo nocturno de los menores (industria)(revisado),1948 14033 24-02-62
98 Derecho de sindicación y de negociación colectiva, 1949 14712 18-11-63
99 Métodos para la fijación de salarios mínimos
(agricultura), 1951 13284 15-12-59
100 Igualdad de remuneración, 1951 13284 15-12-59
101 Vacaciones pagadas (agricultura), 1952 13284 15-12-59
102 Seguridad social (norma mínima), 1952 13284 15-12-59
105 Abolición del trabajo forzoso, 1957 13467 19-11-60
107 Poblaciones indígenas y tribuales, 1957 13467 19-11-60
111 Discriminación (empleo y ocupación), 1958 17687 06-06-69
112 Edad mínima (pescadores), 1959 14033 24-02-62
113 Examen médico de los pescadores, 1959 14033 24-02-62
114 Contrato de enrolamiento de los pescadores, 1959 14033 24-02-62
122 Política del empleo, 1964 16588 17-06-67
138 Edad mínima, 1973 27453 11-05-01
139 Cáncer profesional, 1974 21601 31-08-76
147 Marina mercante (normas mínimas), 1976 24951 06-12-88
151 Relaciones de trabajo en la administración pública, 1978 17º Disposición General
y Transitoria de la Consti-
tución de 1979 12-07-79
152 Seguridad e higiene (trabajos portuarios), 1979 24668 19-05-87
156 Trabajadores con responsabilidades familiares, 1981 24508 28-05-86
159 Readaptación profesional y empleo (para personas
inválidas), 1983 24509 28-05-86
169 Pueblos indígenas y tribales, 1989 26253 06-12-88
182 Peores formas de trabajo infantil, 1999 27453 11-10-01

• Denunciados por Resolución Legislativa 26726 del 27/12/96


2.3.3 LEY Y OTRAS NORMAS ESTATALES


2.3.3.1 LEY Y REGLAMENTO

Comúnmente los preceptos constitucionales que reconocen derechos requieren de un posterior desarrollo normativo (sobre todo los proclamados con efectividad aplazada, pero incluso aquellos formulados con efectividad inmediata). La forma jurídica estatal idónea para tal regulación es la ley. La intervención directa del reglamento está excluida y será admitida sólo previa ley necesitada de precisiones.

Toda vez que la Constitución establece un derecho, su regulación tiene para el legislador carácter abierto, razón por la cual éste puede moverse libremente entre un mínimo y un máximo, siempre que respete el contenido esencial (como vimos en el punto 2.3.1). En otras palabras, el legislador dispone de una amplia franja de posibilidades de regulación del derecho constitucional, dentro de la cual puede elegir la opción más próxima a sus concepciones jurídicas y sociales.



El reglamento, en cambio, tiene que limitarse a ejecutar los aspectos de detalle que exija la regulación previamente adoptada por la ley.

En la Constitución, la potestad del Congreso de dar, interpretar, modificar o derogar leyes se encuentra en el artículo 102.1, y la del Presidente de la República de dictar reglamentos, en el artículo 118.8.

El ordenamiento laboral en el Perú ha tenido tradicionalmente, desde el punto de vista formal, como características básicas, de un lado, su plasmación mediante decretos supremos y otros productos de nivel inferior emanados del Poder Ejecutivo, y del otro, su dispersión en multitud de normas, que producían vacíos y contradicciones y dificultaban el acceso de los interesados a la legislación. Estos rasgos han sido significativamente superados a través de la reforma laboral llevada a cabo en los últimos años.

Ahora las normas que regulan los derechos laborales son leyes o tienen el nivel de éstas (decretos legislativos y, excepcionalmente, decretos leyes) y el número de disposiciones es mucho menor que antes. De este modo, la coherencia y el conocimiento del ordenamiento laboral se ha facilitado, aunque no tengamos aún un Código del Trabajo, con ése u otro nombre, como todos los países de nuestra región (salvo Argentina y Uruguay). Lo cierto es que se ha avanzado en esa dirección por tramos, y hoy las relaciones individuales de trabajo están reguladas en una docena de decretos legislativos y las colectivas por un único decreto ley.

Naturalmente, al hablar de ley en este punto, estamos pensando en la ley nacional, pero puede resultar aplicable a un hecho una ley extranjera, cuando sea la pertinente conforme a un tratado o a una ley nacional. Esto es lo que puede ocurrir en el caso de las relaciones laborales internacionales, que abordaremos en el punto 3.1.


2.3.3.2 DECRETO LEGISLATIVO Y DECRETO DE URGENCIA

Los decretos legislativos y los decretos de urgencia son dos tipos normativos que puede utilizar excepcionalmente el Presidente de la República, aprobados con acuerdo del Consejo de Ministros, según el artículo 125.2 de la Constitución. Los primeros previa ley autoritativa del Congreso (salvo en la hipótesis prevista en el artículo 80 de la Constitución para la aprobación de la Ley de Presupuesto), y los segundos ante una urgente y extraordinaria necesidad. Aquéllos son normas permanentes y éstos, temporales. Veamos enseguida en qué nivel y subnivel de la jerarquía se encuentran y cuáles son las materias que pueden abordarse por ellos.

La referencia al rango de los decretos legislativos es indirecta en la Constitución. No se establece en el artículo 104, que regula la facultad legislativa delegada, e inexplicablemente ningún inciso del artículo 118, relativo a las atribuciones del Presidente de la República, menciona los decretos legislativos. Pero puede concluirse que tienen nivel primario, tanto de la alusión a que sus efectos son iguales a los de las leyes (artículo 104), como de la vía prevista para su impugnación, que es el proceso de inconstitucionalidad (artículo 200.4). En el caso de los decretos de urgencia, la atribución de nivel primario es expresa en la Constitución (artículo 118.19). El subnivel de ambas normas es el de la ley misma, a la cual pueden modificar o derogar, en el primer caso, o suspender, en el segundo.

En cuanto a las materias que pueden ser objeto de estas normas, nos interesa determinar si entre ellas se encuentra la laboral. Respecto de los decretos legislativos parece no haber dificultad en considerarla comprendida. La Constitución excluye de la facultad legislativa delegada únicamente las materias que son a su vez indelegables a la Comisión Permanente (artículo 104), taxativamente enumeradas en el artículo 101.4: reforma constitucional, aprobación de tratados, leyes orgánicas, Ley de Presupuesto y Ley de la Cuenta General de la República. Sólo en la medida en que una cuestión laboral estuviera incursa en uno de estos supuestos, no podría autorizarse al Presidente de la República a regularla por decreto legislativo.

El tema es más complejo en el caso de los decretos de urgencia. La Constitución dispone que caben en materia económica y financiera (artículo 118.19) -excepto en la situación de disolución del Congreso, en la que podrían regular cualquier materia (artículo 135)- prohibiendo expresamente que se refieran a tributación (artículo 74). Debemos preguntarnos entonces si la regulación de los derechos laborales es -siempre, a veces o nunca- materia económica y financiera.

Pensamos que el marco en el que debe plantearse la pregunta, es el del ejercicio de una potestad excepcional conferida por la Constitución al Presidente de la República. De este modo, la lectura de las materias sobre las que puede recaer el desempeño de tal potestad debe ser estricta. En esta perspectiva, pese a que los conceptos empleados por la Constitución -materia económica y financiera- tienen alcances amplios, deben restringirse a lo indispensable. Así lo entendió nuestra doctrina, que en vía de interpretación de la Constitución de 1979, limitó la existencia de los decretos de urgencia al campo del endeudamiento, la tributación y el presupuesto; y, coincidentemente, la Ley 25397, de Control Parlamentario sobre los Actos Normativos del Presidente de la República (que ya no se encuentra vigente, según interpretación del Congreso), cuyo artículo 4, guardaba plena coincidencia con lo anterior.

El espacio en el que pueden desenvolverse, pues, los decretos de urgencia afectando derechos laborales es el del presupuesto. Por consiguiente, la situación de los trabajadores cuyos derechos no pasan por las normas sobre presupuesto, como es el caso de los que prestan servicios para un empleador particular sujetos al régimen laboral de la actividad privada, no puede regularse por decreto de urgencia; aunque sí, la de los empleados públicos, quienes laboran para el Estado sometidos a ese régimen especial (conviene recordar lo expuesto en el punto 1.6, sobre la diversidad de regímenes laborales). Es claro que, en todo caso, los únicos derechos que pueden afectarse son los de contenido netamente económico.

La figura incierta es la del sector intermedio, de trabajadores cuyo empleador es el Estado, pero que están sujetos al régimen laboral de la actividad privada. Aquí tenemos que atenernos a si las remuneraciones y otros beneficios se pagan con recursos propios de la entidad o son proporcionados por el Estado. En el primer caso, no comprometen al presupuesto y en el segundo sí.

De cualquier manera, la secuencia de utilización correcta de un decreto de urgencia en materia laboral tendría que ser la siguiente: la Ley de Presupuesto u otra conexa regula los derechos económicos de los trabajadores del Estado; una emergencia económica impide la ejecución de dicha ley como estaba prevista; entonces el Presidente de la República dicta un decreto de urgencia suspendiendo algún precepto de la ley y sustituyendo temporalmente su regulación por la de aquél.

Como puede verse, en ningún supuesto queda admitida la intervención de los decretos de urgencia, si los derechos laborales que van a afectarse no nacieron de las normas sobre presupuesto sino de convenios colectivos. La razón no es el rango, porque el de los decretos de urgencia es mayor que el de los convenios colectivos, sino que éstos son el producto de la negociación colectiva, que es un derecho reconocido por la Constitución (volveremos sobre esto en el punto 2.3.4). Asimismo, ello no es válido, porque de suscitarse, entonces ya no estamos ante la afectación de las normas sobre presupuesto ni, por tanto, frente a una materia económica y financiera. La inconstitucionalidad de esta hipótesis es, pues, por ambos lados, flagrante.



2.3.4 CONVENIO COLECTIVO

El convenio colectivo es la fuente por excelencia del Derecho del Trabajo. Por eso en este punto vamos a detenernos en estudiarlo como tal. Sin embargo, dado que el convenio colectivo es el producto de una negociación colectiva, llevada a cabo por unos sujetos laborales colectivos, tendremos que hacer también referencias al procedimiento y al productor, en tanto resulten necesarias para cumplir nuestro objetivo. Los temas de los que vamos a ocuparnos -y el orden- son los siguientes: los diversos tipos de productos, su naturaleza jurídica, su nivel y subnivel, su eficacia personal, su ámbito de aplicación, su contenido, su vigencia en el tiempo, su interpretación y los medios de control de su validez.

La negociación colectiva puede arribar a un acuerdo entre las partes, producido entre ellas mismas (negociación directa) o requerir el auxilio de una persona o entidad, que o bien intente aproximar las posiciones en discordia (intervención de tercero no dirimente: conciliación y mediación), o bien resuelva el conflicto en sustitución de ellas (intervención de tercero dirimente: arbitraje). Sólo en este último caso, el producto será un laudo arbitral, mientras en todos los anteriores será un convenio colectivo. Nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, dispone en su artículo 70, que cualquiera sea el producto, tiene la misma naturaleza y surte los mismos efectos. Pero también puede suceder que excepcionalmente la negociación colectiva no conduzca a ningún resultado, hipótesis en la cual careceríamos de un producto. .

El convenio colectivo -según una tesis tradicional en la doctrina, objeto de múltiples cuestionamientos, pero finalmente de extendida aceptación- tiene naturaleza dual: una parte normativa y otra obligacional. Es posible identificar una tercera, llamada por nuestro ordenamiento delimitadora (artículo 29 del Reglamento de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo). La primera parte establece derechos y obligaciones para los trabajadores comprendidos, cuya titularidad es individual; la segunda, lo hace para los propios sujetos pactantes, generando derechos y obligaciones de titularidad colectiva; y la tercera, determina las reglas para la aplicación del convenio colectivo mismo. Son así cláusulas normativas las que se refieren a las remuneraciones, bonificaciones, jornadas, horarios, descansos, beneficios sociales, etc.; obligacionales, las que otorgan facilidades al sindicato para el desarrollo de sus actividades, como la concesión de un local, o establecen comisiones para la administración del convenio colectivo; y delimitadoras, las que disponen para quiénes rige, en qué ámbito, desde cuándo y hasta cuándo. Por excepción, se considera también como normativas las cláusulas que regulan la articulación de negociaciones colectivas o la concurrencia de convenios colectivos de diversos niveles. Sobre la parte normativa, que constituye desde luego una fuente del derecho, es que vamos a formular el análisis de los puntos siguientes.

Esta naturaleza dual está proclamada en nuestro ordenamiento a través de la atribución de fuerza vinculante a los convenios colectivos, primero por el artículo 42 de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo (complementado por el artículo 28 del Reglamento) y luego por el artículo 28.2 de la Constitución. La fórmula fue tomada del artículo 37.1 de la Constitución española. Nuestra legislación establece que el convenio colectivo obliga a las partes que lo adoptaron (cláusulas obligacionales) y a las personas en cuyo nombre se celebró, les sea aplicable o se incorporen con posterioridad (cláusulas normativas).

La Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo añade explícitamente dos rasgos fundamentales derivados de la naturaleza normativa del convenio colectivo: que modifica automáticamente las relaciones individuales de trabajo, sin necesidad de que éstas se acojan a aquél, y que constituye derecho necesario relativo para los contratos de trabajo, impedidos de establecer beneficios menores (artículo 43.a, modificado por la Ley 27912).

En cuanto a su rango, los convenios colectivos tuvieron nivel primario en el marco de la Constitución de 1979. A esta conclusión arribó nuestra doctrina, en vía de interpretación sistemática de la expresión “fuerza de ley para las partes”, empleada por la Constitución anterior otras dos veces con ese sentido: decretos legislativos y reglamentos del Congreso y de las Cámaras. No podía dejar de admitirse, sin embargo, la supremacía de la ley, ubicada en un subnivel superior, a la cual le corresponde regular -sin desnaturalizar- la autonomía privada.

Ahora la Constitución vigente no atribuye un nivel al convenio colectivo. La expresión “fuerza vinculante”, con la que se sustituye a la anterior (“fuerza de ley para las partes”), alude como vimos a la naturaleza dual del convenio colectivo, pero no conlleva referencia alguna a su rango. Tampoco la ley cumple ese papel. Por tanto, los convenios colectivos en cuestión de jerarquía han quedado flotando en el sistema de fuentes del derecho. Una ley en el futuro deberá otorgarles un nivel, que ya no podrá ser el primario, por cuanto éste sólo puede concederlo la propia Constitución y una norma no puede conferir a otra su mismo rango. En tanto este vacío se llene, si nos atenemos al esquema doctrinario, debe asignárseles el nivel terciario, correspondiente a las normas emanadas de la autonomía privada, pero por cierto en el primer subnivel.

No nos parece que el descenso del convenio colectivo en la jerarquía tenga efectos sobre la posibilidad de intervención del Estado en la autonomía colectiva. Conforme al ordenamiento anterior, como ya dijimos, los convenios colectivos tenían nivel primario. Nuestra jurisprudencia sostuvo que no era admisible, por tanto, su afectación por normas del Estado (leyes o decretos de urgencia), que tenían el mismo rango. Pensamos que ese argumento no era apropiado para lograr ese propósito, porque el subnivel de las normas estatales era superior y, en todo caso, por ser posteriores podrían modificar a la anterior. En igual sentido, no creemos que con la rebaja de nivel operada en el ordenamiento actual, se permita tal afectación. En nuestro concepto, no se trata de una cuestión de rango de las normas en juego, sino de respeto del derecho de negociación colectiva, protegido por la Constitución (artículo 28.2) y por el Convenio Internacional del Trabajo 98 (artículo 4). Es claro que para las normas de la Organización Internacional del Trabajo, los convenios colectivos no tienen ubicación expresa en un nivel del sistema de fuentes del derecho y, sin embargo, la jurisprudencia de sus órganos de control proscribe las restricciones del Estado a la autonomía colectiva. Más adelante, a propósito del contenido negocial, volveremos sobre esto.

Cuestión distinta es la de si todos los convenios colectivos poseen el mismo subnivel o no. Este asunto se plantea porque si bien todos tienen su origen en la Constitución, sólo el que se produce conforme a las pautas establecidas en la ley de desarrollo, cuenta con una regulación especial, que lo dota de mayores garantías. Se trata de determinar si esta situación pueda tener efectos sobre el subnivel del convenio colectivo, confiriéndole uno menor al del primer tipo, que llamaremos convenio colectivo extraordinario, que al del segundo, considerado como ordinario.

Pensamos que todos los convenios colectivos, los ordinarios y los extraordinarios tienen las características que surgen de la Constitución misma, como por ejemplo, la fuerza vinculante, pero no necesariamente las que derivan de la ley. De este modo, los criterios de determinación de la eficacia personal general del convenio colectivo ordinario -que veremos en el párrafo siguiente- no se extienden al extraordinario. Lo mismo podría suceder con el subnivel, si éste estuviera regulado por la ley, que podría ser más alto para el primero que para el segundo. Pero como nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo no se ocupa de esta cuestión, no hay razón para atribuirles rangos diversos.

Respecto de la eficacia personal, esto es, los trabajadores del ámbito respectivo a quienes se aplica, el convenio colectivo puede tenerla general, si rige para todos, los afiliados o no a la organización sindical que lo suscribe, o limitada, si rige sólo para los afiliados a dicha organización sindical. Para que un convenio colectivo tenga eficacia personal general se requiere que la organización sindical pactante posea legitimidad negocial, que es la aptitud específica para celebrar convenios colectivos de ese alcance y se adquiere en nuestro ordenamiento cuando se afilia a la mayoría absoluta de trabajadores del ámbito en el que se desarrolla la negociación y al cual se aplicará el convenio (artículos 9 y 46 -modificado por la Ley 27912- de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo y artículo 4 de su Reglamento). Como toda organización sindical tiene capacidad negocial, entendida como la aptitud genérica para celebrar convenios colectivos, si aquélla es minoritaria puede celebrarlos sólo con eficacia personal limitada.

Todo esto resulta de que dentro de un ámbito determinado (en nuestro ordenamiento: la categoría, el establecimiento, la empresa, el gremio y la rama de actividad), puede haber una o varias organizaciones sindicales y ser éstas mayoritarias o minoritarias, atendiendo a la cantidad de afiliados en relación al número de trabajadores del respectivo ámbito.

Si, por ejemplo, en una empresa con 100 trabajadores, hubiera una organización sindical que afiliara a 60, ésta podría suscribir un convenio colectivo aplicable a los 100, aun cuando hubiera otras organizaciones sindicales minoritarias; pero si fuera única y afiliara a 40, lo haría sólo para sus afiliados.

A propósito de los ámbitos de la negociación y del convenio, puede haber uno único, como sucede en nuestro país y es casi siempre el de empresa (o unidades menores, como la categoría o el establecimiento), o dos a la vez, que son comúnmente (como admite nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, en su artículo 45, y ocurre en el derecho comparado), la empresa y la rama de actividad. De este modo, habrá varias negociaciones colectivas en la rama de actividad, una a nivel de ésta y otras a nivel de cada empresa que la integra, y dos convenios colectivos aplicables para los trabajadores de una empresa, el específico de su empresa y el genérico de la rama de actividad.

En estos casos, puede suceder que las negociaciones colectivas estén vinculadas o desvinculadas. En el primer supuesto, se han repartido materias o funciones que corresponde abordar o cumplir a cada una, de modo que no pueden surgir concurrencias conflictivas entre los convenios colectivos resultantes. Por ejemplo, el convenio de rama de actividad regula los beneficios laborales y los de empresa los económicos, o el primero establece el beneficio y los últimos fijan su fecha y monto de percepción. En el segundo supuesto, cada negociación colectiva es competente para tratar todos los asuntos. En los hechos puede suceder o no que haya regulación de la misma materia por el convenio colectivo de rama de actividad y el de empresa. Si esto no ocurre, estaremos en una situación similar a la anterior. Si ocurre, en cambio, puede suscitarse una concurrencia conflictiva o no conflictiva, porque no necesariamente la abordarán de modo incompatible. Sólo si hubiera conflicto tendríamos que acudir a los criterios de selección del convenio colectivo aplicable. A estos efectos nos remitimos al punto 4.2.4.3.

Conforme a nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo el supuesto mismo de negociación colectiva a doble nivel a la vez, es muy difícil de llevarse a cabo, porque hay muchas trabas para la negociación colectiva a nivel de rama de actividad. Más allá de ello, la regulación de esta cuestión es deficiente en la ley, puesto que, de un lado, ordena la articulación entre ambas negociaciones colectivas (decisión que según la Organización Internacional del Trabajo es recomendable, pero compete tomarla a la autonomía colectiva), confiriéndole a la de nivel de rama de actividad la prerrogativa de organizarla, y del otro, prevé la hipótesis de conflicto, que está descartada entre convenios colectivos coordinados, como los que surgen de una negociación colectiva articulada.

Sobre el contenido de la negociación colectiva, que luego formará parte del convenio colectivo, éste puede versar sobre cualquier materia que interese a las partes o a sus relaciones, del modo más amplio posible. Como ya vimos, los derechos y obligaciones de los trabajadores comprendidos integran la parte normativa, los de los propios sujetos pactantes, la parte obligacional, y las reglas sobre la vigencia del convenio colectivo, su parte delimitadora.

Dado que la autonomía colectiva está sujeta a la legalidad, ésta puede encauzar la regulación de algunas materias por aquélla. Retomamos la idea que hemos expuesto en el punto 2.1, de que la norma estatal puede configurarse frente a la autonomía colectiva como derecho dispositivo, derecho necesario relativo, máximo de derecho necesario o derecho necesario absoluto, según le deje o no un margen y cuál sea el grado de éste. Pero, como la autonomía colectiva está garantizada por la Constitución, la ley no puede establecer restricciones que la desnaturalicen. Entonces veamos cuáles limitaciones son válidas y cuáles no.

Nos parece que las exclusiones a la autonomía colectiva dispuestas por ley, pueden clasificarse en parciales -de mínimos o de máximos- y totales. La exclusión parcial permite un margen de desenvolvimiento a la autonomía colectiva, aunque orientado en una única dirección: la de mínimos, admite convenios colectivos de mejora de los pisos establecidos legalmente (derecho necesario relativo), y la de máximos, los admite siempre que no excedan de un techo impuesto legalmente (máximo de derecho necesario). La exclusión total veda la presencia de la autonomía colectiva, en cualquier dirección (derecho necesario absoluto). Mientras la primera encuentra su fundamento en la desventaja material del trabajador frente al empleador y es un instrumento de compensación jurídica de aquélla -y, por tanto, guarda estrecha coherencia con la lógica protectora del Derecho del Trabajo-, las últimas tutelan otros intereses públicos o sociales, con los que la autonomía colectiva pudiera eventualmente entrar en conflicto. Tienen, pues, un carácter excepcional.

En la experiencia nacional y comparada, las exclusiones parciales de máximos y las totales, se han producido en el marco de la ejecución de programas de estabilización dirigidos a frenar los efectos inflacionarios de una crisis económica. Aquí podrían entrar en colisión valores diversos, todos constitucionalmente consagrados: la calidad de vida de la población, de un lado, y la autonomía colectiva, del otro. No podría, por tanto, uno de ellos imponerse absolutamente sobre el otro.

La Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones y el Comité de Libertad Sindical del Consejo de Administración de la Organización Internacional del Trabajo, en su importante jurisprudencia sobre esta cuestión, aceptan las restricciones pero sujetas a severas condiciones. Los criterios centrales son los siguientes: 1) No cabe la imposición por el Estado de restricciones a los convenios colectivos ya celebrados, los que deben ejecutarse conforme a sus términos, salvo acuerdo de las partes en sentido diferente; 2) En lo que se refiere a las futuras negociaciones colectivas, medidas de esta naturaleza no deben resultar de la imposición por el Estado sino de la concertación entre las partes y aquél; y 3) Las medidas restrictivas deben ser excepcionales, limitadas a lo necesario, no exceder de un período razonable e ir acompañadas de garantías adecuadas para proteger el nivel de vida de los trabajadores.

Estas, por cierto, no son las características que han acompañado la intervención estatal sobre la autonomía colectiva en la práctica peruana. Por ello han merecido la condena de los mencionados órganos de control de la Organización Internacional del Trabajo.

Para concluir este tema, debemos señalar que aunque la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo concede igual naturaleza y efectos al convenio colectivo y al laudo arbitral -como ya vimos-, sin embargo impide a este último regular una materia que puede abordarse por el primero: el nivel negocial (artículo 45). La exclusión nos parece injustificada. Afortunadamente, se ha suprimido la prohibición de abordar la licencia sindical (artículo 32, modificado por la Ley 27912)

En lo que se refiere a la vigencia en el tiempo del convenio colectivo, nos remitimos al punto 3.2 en el que se trata integralmente esta cuestión. Allí se abordará tres aspectos: la duración del convenio colectivo, la de los beneficios establecidos en él y la aplicación retroactiva del convenio colectivo.

Lo mismo hacemos con el tema de la interpretación, que corresponde al punto 4.2.2.1. En éste veremos si los criterios deben ser únicos para todo el convenio colectivo o diferenciados para su parte normativa y obligacional, y -en todo caso- cuáles pueden ser aquéllos.

Finalmente, nos resta tratar acerca del control de validez del convenio colectivo. Nuestro ordenamiento laboral tuvo antes de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, un sistema de control previo y administrativo de la validez del convenio colectivo. Aun cuando la negociación colectiva se resolviera de modo directo o con intervención no dirimente de tercero, el convenio colectivo debía enviarse a la Autoridad de Trabajo para su aprobación, antes de que surtiera efectos. El mecanismo vulneraba abiertamente la autonomía colectiva, investida de la potestad normativa por la Constitución y, por tanto, exonerada de cualquier supervisión administrativa.

Ahora el control de validez es posterior y jurisdiccional, como corresponde, pero no existe prácticamente regulación sobre él. La Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo no establece cuándo un convenio colectivo transgrede la legalidad, ni quiénes, ante qué instancias y con qué procedimientos podrían demandar su invalidez. Hay sólo algunas causales dispersas en el texto, como la mala fe de los representantes de las partes (artículo 49) o la celebración derivada del uso de las modalidades de huelga consideradas irregulares por la ley o de violencia sobre personas o bienes (artículo 69). La Ley Procesal del Trabajo, ha desperdiciado la oportunidad de salvar esta omisión.

La invalidez del laudo arbitral sí tiene alguna regulación. Está previsto que su impugnación procede ante la Sala Laboral de la Corte Superior, por razón de nulidad o establecer menores derechos a los de la ley (supuesto que bien podría subsumirse en el anterior), además de las causales reguladas en la Ley General de Arbitraje, de aplicación supletoria.

Nos parece que debería haber un procedimiento único y específico para obtener la declaración de invalidez del convenio colectivo y del laudo arbitral, desencadenado a iniciativa de los sujetos laborales colectivos o la Autoridad de Trabajo, expeditivo en su tramitación. La consecuencia de que no exista en el caso de los convenios colectivos, es la de obligar a la utilización supletoria del proceso de conocimiento en vía civil, que por todos los lados resulta absurda.

En tanto se establezca tal proceso, sólo cabe respecto del convenio colectivo, solicitar su inaplicación ante un juez en cualquier proceso, cuando haya incompatibilidad entre aquél y la Constitución o la ley. Si se trata de un proceso laboral común, la base normativa es el artículo 138 de la Constitución y si es una acción de amparo, además, el artículo 3 de la Ley de Hábeas Corpus y Amparo.


2.3.5 REGLAMENTO INTERNO DE TRABAJO

Un factor estructural en la relación laboral es el reconocimiento al empleador de un poder de dirección, que le permita organizar la producción y el trabajo. En ejercicio de este poder, el empleador puede impartir órdenes a los trabajadores a su cargo (con las limitaciones que vimos en el punto 1.3.2), ya sea de modo singular, a cada trabajador, ya sea de modo general, estableciendo reglas de cumplimiento obligatorio en la empresa o parte de ella. En este último caso, los mandatos constituyen propiamente normas, mientras en el primero no.

Pues bien, el cuerpo que aglutina las principales reglas dictadas por el empleador, es justamente el reglamento interno de trabajo. Su producción es potestad unilateral del empleador. Nada impide que, sin embargo, éste acuerde con la organización sindical, expedir todas o algunas de dichas reglas por convenio colectivo.

Dado su origen en la autonomía privada, el reglamento interno de trabajo tiene nivel terciario en la jerarquía. Su subnivel es inferior al del convenio colectivo, cuya configuración es bilateral. Así está previsto en nuestro ordenamiento al señalarse -en el artículo 5 del Decreto Supremo 39-91-TR-, que puede accionarse judicialmente contra el reglamento interno de trabajo que viole disposiciones legales o convencionales. Ello conlleva que indispensablemente éstas tengan un rango mayor que aquél.

La existencia del reglamento interno de trabajo no es obligatoria en nuestro ordenamiento, aunque su cumplimiento -cuando exista- sí. El mencionado Decreto Supremo 39-91-TR exige contar con él sólo a los empleadores que empleen más de cien trabajadores, esto es, a una reducida porción de empresas en nuestro país. Por cierto, las empresas que no están obligadas pueden optar voluntariamente por tenerlo. La legislación sobre estabilidad laboral (artículo 25.a de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), considera falta grave la inobservancia de las disposiciones del reglamento interno de trabajo.

El reglamento interno de trabajo requiere tener aprobación de la Autoridad Administrativa de Trabajo para adquirir naturaleza normativa y surtir efectos como tal. Esta exigencia no es extraña en el caso de reglas dictadas unilateralmente por un sujeto individual, que van a recaer sobre terceros. Algo similar sucede en el Derecho Civil con las cláusulas generales de contratación (artículo 1393 del Código Civil). La aprobación se concede en forma automática a la presentación de la solicitud, conforme al artículo 4 del Decreto Supremo 39-91-TR. El control de validez tendrá que ser, pues, posterior y jurisdiccional. La vía la determina la Ley Procesal del Trabajo en su artículo 4.2.g: a través de una demanda ante el juez de trabajo.

Por último, cabe hacer referencia al contenido del reglamento interno de trabajo. El Decreto Supremo 39-91-TR menciona algunas materias, como la admisión de los trabajadores, las jornadas, horarios, control de asistencia y de permanencia, medidas disciplinarias, etc. (artículo 2). Pero, como es evidente, no le confiere a esta norma una competencia exclusiva para regularlas. Por tanto, probablemente al ocuparse de muchos de esos puntos el reglamento interno de trabajo concurra con otras normas de rango superior, como la ley y especialmente el convenio colectivo, que suele tener en nuestro medio el mismo ámbito de aplicación (la empresa). La consecuencia es que el reglamento interno de trabajo sólo puede ocuparse de aquello que las otras normas no han regulado o hacerlo en vía de precisión o de mejora.


2.3.6 COSTUMBRE

La costumbre es una práctica reiterada que genera en la comunidad en la que se da, la convicción de que produce derechos y obligaciones para sus miembros. Se constituye, pues, de la combinación de un elemento objetivo: la repetición generalizada y continuada de una conducta determinada, y otro subjetivo: la creencia de que surgen de ella reglas obligatorias.

En nuestro medio, la jurisprudencia ha exigido la repetición de un comportamiento a lo largo de dos años para la formación de una costumbre. Este requisito, establecido originalmente a propósito de las gratificaciones por Fiestas Patrias y Navidad, ha sido luego extendido a otros beneficios. En efecto, antes de que se dictara la Ley 25139, el otorgamiento de gratificaciones se volvía obligatorio -según nuestros organismos jurisdiccionales- si se había pactado en un convenio colectivo (o en un contrato de trabajo), o si se había concedido en dos oportunidades consecutivas por el empleador, o sea, durante dos años seguidos. Esta última exigencia, sin embargo, se empleó también respecto de beneficios de periodicidad mensual. Así, por ejemplo, ciertas bonificaciones o asignaciones adquirían percepción obligatoria, cuando habían sido pagadas de modo fijo (en su monto) y permanente (en el tiempo), lo que se lograba al cabo de dos años. Nos parece errada la aplicación del mismo requisito para supuestos tan diversos, como aquéllos que tienen cumplimiento anual y aquéllos que lo tienen mensual.

La costumbre surge en ámbitos distintos, como la empresa, o unidades menores (una categoría, un establecimiento) o mayores que ella (la rama de actividad, una localidad). Más allá del ámbito en el que rija, para que la costumbre sea propiamente tal debe tener efectos abstractos y generales. Si el hecho que se repite, sucede sólo entre el empleador y un trabajador o algunos, encontrándose éstos determinados, no estamos ante una norma y, por tanto, no hay costumbre. La eventual obligatoriedad que pudiera derivar en ese caso de la conducta reiterada, constituiría más bien lo que la doctrina denomina la consolidación de beneficios por el transcurso del tiempo, que es una vía de adquisición de derechos. A ella nos vamos a referir en el punto 4.2.4.4, a propósito del principio de condición más beneficiosa.

A diferencia de todas las demás normas expuestas en el punto 2.3, que se originan en actos, la costumbre nace de un hecho. De esto deriva que su existencia no basta con invocarse, como sucede con los productos normativos generados de actos, sino que debe probarse en un proceso por quien la alegue.

El hecho en que consiste la costumbre suele formarse a través de una cadena de actos. Así por ejemplo, si el empleador otorga por decisión unilateral en marzo de un año una asignación por escolaridad y luego repite la entrega el año siguiente, la sucesión de cada uno de esos actos asilados produce un hecho, que es la costumbre, que lo obligará a hacerlo nuevamente en el tercer año.

El nivel que le corresponde a la costumbre es el terciario. Aunque no emana de la autonomía privada, que se exterioriza a través de productos normativos o no, surgidos de actos, por extensión tiene que incluirse allí, porque su origen está en los sujetos particulares. Un sector de la doctrina considera, sin embargo, que la costumbre llamada por otra norma, adquiere el rango de ésta. De modo que si fuera invocada por la ley pasaría a tener nivel primario. No vemos la razón por la que la remisión de una norma a otra debe trasmitir el rango de la primera a la segunda. Esta tesis, por tanto, no nos parece convincente. La determinación de su subnivel respecto del reglamento interno de trabajo puede discutirse, por cuanto hay argumentos para colocarla encima (su surgimiento no de un acto unilateral del empleador sino de una comunidad, a la cual éste además pertenece), o debajo (su carácter no escrito que la priva de la certeza del reglamento interno de trabajo, que cuenta con aprobación administrativa). Nos inclinamos por esta última posición, por el carácter marginal que ocupa la costumbre en los sistemas jurídicos predominantemente escritos, como el nuestro. La costumbre, pues, puede desenvolverse en el espacio cada vez más estrecho que las otras normas -especialmente las referidas a su mismo ámbito- le dejen.

Atendiendo a las relaciones entre la costumbre y el resto del ordenamiento, la doctrina ha formulado la siguiente clasificación: costumbres al margen de las demás normas, en desarrollo o en contra de ellas.

La costumbre al margen de las otras normas se da cuando un hecho está exclusivamente regulado por aquélla. No estamos en un supuesto de laguna, respecto del cual la costumbre vaya a cumplir una función integradora (vamos a desarrollar este tema en el punto 4.2.2), porque aquél se produce ante la ausencia de normas y la costumbre es una de ellas. Aquí más bien tenemos una relación de supletoriedad (de la que nos ocuparemos en el punto 4.2.4.1). Este tipo de costumbre dejará de ser tal cuando el hecho se regule por otra norma, situación en la cual se convertirá en una de las dos siguientes.

Las costumbres en desarrollo y en contra de las demás normas suponen hipótesis de concurrencia normativa, es decir, de regulación simultánea del hecho por dos o más normas. La diferencia entre ellas estriba en que en el primer caso la concurrencia no es conflictiva y en el segundo sí. Mientras la costumbre en desarrollo de las normas puede introducir precisiones o mejoras a la regulación de éstas, en un vinculo de complementariedad o suplementariedad, respectivamente (como veremos en el punto 4.2.5); la costumbre en contra de las normas, contiene una regulación incompatible con la de éstas, generándose entre ellas una relación de conflicto (para la que nos remitimos al punto 4.2.4.3).

Respecto de esta última, cabe añadir que una norma sólo se deroga o modifica por otra de su mismo origen y ámbito (tema desarrollado en el punto 4.2.4.4), que tenga además suficiente rango, razón por la cual la costumbre no puede eliminar a ninguna otra norma. Cualquier práctica que se forme, por tanto, en contravención de una norma será inválida. Cuestión distinta es la de una costumbre que se oponga a una norma caída en desuso porque su regulación se ha convertido en inaplicable. En este caso, para algunos autores estaríamos más bien ante una costumbre al margen de otras normas y, por consiguiente, admitida. Aquí la costumbre no elimina la norma sino que esta misma se paraliza.



2.3.7 SENTENCIA

La sentencia común, que pone fin a la instancia o al proceso, declarando el derecho de las partes intervinientes en éste, tiene efectos sólo sobre ellas (artículo 121 del Código Procesal Civil), por lo que no constituye un producto normativo. Pero sí forma un precedente indicativo a seguirse en futuros casos semejantes al ya resuelto.

Sin embargo, si la respuesta dada a un caso por los organismos jurisdiccionales se repite en los siguientes del mismo tipo, entonces se forma lo que propiamente se conoce como una jurisprudencia. Para que ésta se constituya, la doctrina considera que debe tratarse de pronunciamientos del órgano máximo y ser reiterados (dos o más) y uniformes (la misma solución al mismo problema). Aquí sí tendremos un precedente inicialmente vinculante, que los organismos jurisdiccionales deberán respetar, en salvaguarda de los principios de seguridad jurídica e igualdad ante la ley, pilares fundamentales de todo Estado de derecho. No obstante, las futuras resoluciones podrían apartarse del precedente por razones objetivas y no subjetivas. Si lo hicieran sin fundamento apropiado, el afectado tendría derecho a interponer un recurso de casación por unificación jurisprudencial, regulado en materia laboral por la Ley Procesal del Trabajo, modificada por la Ley 27021 (artículos 54.b y 56.d). La doctrina considera que esta cadena de actos, compuesta por las sentencias, que es obligatoria por su reiteración, configura un hecho normativo.

Distinta en la situación de las llamadas sentencias normativas. En éstas, un único pronunciamiento -y no una serie de ellos, como en la jurisprudencia- configura un precedente vinculante, cuando en él se interprete la norma aplicable de modo general. En esta hipótesis, la interpretación dada a la norma en el primer caso, será obligatoria para los siguientes casos en los que esa misma norma esté involucrada. Pese a todo, cabe también desplazar el precedente del mismo modo que en el supuesto anterior y con los mismos efectos, de hacerlo indebidamente.

En nuestro ordenamiento hay varios supuestos de sentencias normativas. La Ley Orgánica del Poder Judicial, en su artículo 22, establece la obligatoriedad del precedente generado por las ejecutorias que fijan principios jurisprudenciales emitidas por las Salas Especializadas de la Corte Suprema. En el mismo sentido, el artículo VII del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional –con antecedentes en el artículo 9 de la Ley de Hábeas Corpus y Amparo-, prevé que las resoluciones expedidas en esta materia sentarán precedente obligatorio, cuando de ellas se pueda desprender principios de alcance general. Ambos tipos de ejecutorias deben publicarse en el diario oficial. Nos parece claro que estamos ante productos normativos, en tanto surten efectos no sólo para las partes de los procesos en que se expidió esas resoluciones, sino también para terceros ajenos, que en el futuro participen en procesos en los que deban emplearse los mismos criterios.

Un supuesto aun más radical que los anteriores -en los que a propósito de un caso se dictaba una sentencia aplicable a él y, en vía de precedente, a otros futuros- es el de los acuerdos adoptados en plenos jurisdiccionales. Hay dos situaciones distintas. En la primera, regulada por el artículo 116 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, los integrantes de las Salas Especializadas se reúnen para concordar las soluciones diversas que se han venido dando a casos similares ya resueltos. Sus directivas serán aplicables sólo a los posteriores casos. El precepto no determina explícitamente cuál es la forma jurídica que adoptan los acuerdos ni cuáles son sus efectos y omite la exigencia de publicación. Pero parece no quedar duda de que estamos ante directivas obligatorias. La segunda, prevista en el artículo 400 del Código Procesal Civil, en el marco del recurso de casación, opera cuando se vaya a resolver un caso relevante o de un tipo que ya ha sido resuelto antes, para evitar las contradicciones jurisprudenciales. En este caso, se adopta una decisión respecto de la interpretación o aplicación de una norma, que constituye doctrina jurisprudencial vinculante para los organismos jurisdiccionales, hasta que sea modificada por otro pleno. Las resoluciones se publican en el diario oficial, aunque no establezcan doctrina jurisprudencial. En los dos supuestos nos encontramos ante atribuciones de producción normativa reconocidas al Poder Judicial.

Por último, son productos normativos las sentencias anulatorias de normas expedidas por los organismos jurisdiccionales a los que el ordenamiento les ha conferido la potestad de controlar la validez de aquéllas. Como ya vimos en el punto 2.1, dichos organismos son en nuestro medio, el Tribunal Constitucional que puede eliminar leyes u otras normas de su nivel por infracción de la Constitución (artículos 200.4 de la Constitución y 81 del Código Procesal Constitucional), y el Poder Judicial, que puede hacerlo con reglamentos y demás normas de su nivel que vulneren la Constitución o la ley (artículos 200.5 de la Constitución y 81 del Código Procesal Constitucional). En este caso, el rango de estos actos de extinción es el mismo que el de la norma eliminada, es decir, primario o secundario, respectivamente.


2.3.8 CONTRATO DE TRABAJO

Todos los contratos son acuerdos de dos o más partes, mediante los que se crea, regula, modifica o extingue relaciones jurídicas patrimoniales. Así lo establece nuestro Código Civil en su artículo 1351. De este modo, tienen una eficacia constitutiva, pero también reguladora. La primera la hemos tratado en el punto 1.4, y la segunda corresponde hacerlo ahora.

El contrato de trabajo establece, pues, sin duda, derechos y obligaciones para los sujetos laborales individuales. Sólo que esta regulación, de un lado, no es normativa, y del otro, comúnmente no es muy importante. De ambos rasgos vamos a ocuparnos enseguida.

El contrato de trabajo no es un producto normativo, porque -como vimos en el punto 2.1- sus efectos alcanzan únicamente a las partes que lo celebran. Por tanto, es un acto regulador que no produce normas, sino sólo obligaciones. Estas cualidades también las resalta nuestro Código Civil en sus artículos 1363 y1402.

Como al regular el contenido de la relación laboral individual, el contrato de trabajo concurre con todos los productos normativos antes estudiados, el espacio que le queda es limitado: puede ocuparse de lo no previsto por las normas, o de lo previsto dispositivamente por ellas (en este caso, en cualquier sentido) o de lo previsto con imperatividad relativa (pero entonces, sólo en sentido de mejora sobre el piso).

No obstante lo expuesto, dada la diversificación de expectativas que generan en los trabajadores las nuevas formas de organización de la producción y del trabajo, derivadas de las innovaciones tecnológicas, la eficacia reguladora del contrato de trabajo empieza a ganar un mayor terreno. La doctrina europea denomina a este fenómeno la individualización de las relaciones laborales.


3. VIGENCIA DE LOS PRODUCTOS NORMATIVOS Y NO NORMATIVOS LABORALES EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO


3.1 VIGENCIA EN EL ESPACIO

Tenemos una relación laboral internacional cuando algún momento relevante de ésta: la celebración del contrato o el cumplimiento de la relación, se produce en el territorio de más de un Estado. Comúnmente esta situación surge en el caso de las empresas transnacionales, al desplazarse al trabajador de una filial a otra. Por ejemplo, el acuerdo de voluntades y el inicio del intercambio efectivo de prestaciones ocurren en el Perú, pero este último prosigue en Chile y Argentina, donde el trabajador es trasladado en el marco de una única relación laboral.

Supuesto distinto, pero en el que también se presentan elementos internacionales, es el del trabajo realizado en las sedes diplomáticas -de Estados extranjeros o de organizaciones internacionales- acreditados ante un Estado receptor. En este caso, aunque el contrato y la relación de trabajo se den solamente en la sede diplomática, hay una cuestión laboral internacional. Esto sucedería si la Embajada de Francia o la Comunidad Andina, cuyas sedes están establecidas en Lima, convinieran con un trabajador que prestara sus servicios para ellas.

Como puede verse, en ninguno de los dos supuestos identificados, interesa para la calificación de la relación laboral, la nacionalidad del trabajador. Daría lo mismo, en otras palabras, que el trabajador de cualquiera de los casos señalados fuera peruano o extranjero.

El problema central en situaciones como las que venimos describiendo, es el de ante qué juez y con qué ley debe reclamar el trabajador, si su empleador incumple sus obligaciones para con él. Dicho de otro modo, se trata de determinar el juez competente y la ley aplicable.

Para establecer ambas cuestiones debemos atender en primer lugar a los tratados vigentes entre los Estados involucrados. Si hay un tratado y regula la competencia jurisdiccional y la legislación aplicable, debemos fijar éstas rigiéndonos por aquél. Sólo si lo anterior no sucede, entonces acudimos a nuestro ordenamiento. Así, si en el caso que pusimos de un contrato celebrado en el Perú y la relación ejecutada en el Perú, Chile y Argentina, hubiera un tratado entre estos Estados que determinara cuál de los jueces será el competente y cuál de las leyes la aplicable, tendríamos que someternos a aquél. Si no lo hubiera, nos remitiríamos al ordenamiento nacional.

Vamos a analizar a continuación los dos supuestos a los que aludimos al comienzo: el del desplazamiento del trabajador de un Estado a otro y el de la prestación de servicios en sedes diplomáticas acreditadas ante un Estado.

Veamos primero el caso del desplazamiento. Si el trabajador interpone su demanda ante el juez peruano, éste tendrá que indagar si es competente o no según los tratados primero, y el Código Civil luego.

Los instrumentos existentes en el ámbito americano sobre Derecho Internacional Privado, tales como los Tratados de Montevideo de 1889 (revisados en 1939-40), el Código Bustamante (La Habana, 1928) y las Convenciones Interamericanas sobre Normas Generales de Derecho Internacional Privado, vigentes en nuestro país, se ocupan de Derecho Civil, Mercantil, Penal y Procesal, pero no regulan cuestiones de Derecho del Trabajo, más allá de alguna aislada referencia.

Sin embargo, dado que dichos tratados podrían tener aplicación supletoria, haremos una sucinta mención a los aspectos centrales de su regulación de la competencia jurisdiccional -ahora- y de la legislación aplicable -luego-. Sobre la primera, el Tratado de Montevideo de Derecho Civil Internacional, establece que las acciones personales deben entablarse ante el juez del lugar a cuya ley está sujeto el acto jurídico materia del juicio, pero pueden entablarse también ante el del domicilio del demandado (artículo 56). El Código Bustamante considera juez competente a aquél al que las partes se sometan expresa o tácitamente (artículo 318) o, en su defecto, al del lugar de cumplimiento de la obligación o el del domicilio del demandado, o a falta de éste el de la residencia (artículo 323).

A falta de tratado pertinente sobre estos asuntos, debemos remitirnos al ordenamiento nacional. Las reglas respectivas, en este caso, están contenidas en el Libro sobre Derecho Internacional Privado de nuestro Código Civil. Estas son las que tenemos que emplear, incluso para relaciones laborales, por cuanto la legislación laboral carece de disposiciones referidas a estos asuntos.

Las disposiciones sobre la materia se encuentran en los artículos 2057 y 2058 del Código Civil. El primero establece la regla: el juez peruano es competente siempre que el demandado domicilie en el Perú; y el segundo, admite las excepciones referidas al ejercicio de acciones de contenido patrimonial: aun cuando el demandado no domicilie en el Perú, el juez peruano es competente si el contrato se celebró o la relación se ejecutó en el Perú o si las partes se someten a la jurisdicción peruana.

Como el demandado va a ser el empleador, toda vez que la empresa tenga domicilio en el Perú, la competencia jurisdiccional corresponde al juez peruano. Pero también sucede así, cuando algún momento relevante de la relación laboral, su constitución o su ejecución, ocurra en el territorio nacional o cuando las partes se someten a aquél.

Aunque en virtud de los anotados criterios el juez peruano resultara competente, las partes podrían convenir en su contrato o con ocasión del proceso posterior la competencia del juez extranjero de un Estado involucrado en la relación laboral, por no tratarse de un asunto de jurisdicción peruana exclusiva. Así lo prevé el artículo 2060 del Código Civil, concordado con los antes mencionados.

Esta cuestión, sin embargo, no deja de plantear problemas al aplicarse al ámbito laboral, ya que la desigualdad entre los contratantes podría provocar la elección del juez que sea perjudicial para el trabajador, por ejemplo, por requerir su traslado a otro país. Si se demostrara el abuso a este respecto, la competencia jurisdiccional debería corresponder al juez peruano.

Si el juez peruano llega a la conclusión de que él es el competente, entonces debe establecer qué ley aplicará. Si la respuesta a la primera cuestión es negativa, ya no deberá avanzar en el conocimiento del caso. Las leyes potencialmente aplicables son las de cualquiera de los Estados comprometidos en la relación laboral.

Otra vez el juez peruano tiene que analizar los tratados antes que nuestro ordenamiento. Sobre la legislación aplicable, el mismo Tratado de Montevideo antes citado, prescribe que los contratos se rigen por la ley del lugar de cumplimiento (artículos 32 y 33) y dispone para los contratos de prestación de servicios, que se rijan por la ley del lugar de domicilio del deudor al tiempo de la celebración del contrato, salvo para su eficacia en que -si ésta se relaciona con algún lugar especial- se aplica la ley del lugar de cumplimiento (artículo 34). Según el Código Bustamante, es territorial la legislación sobre accidentes de trabajo y protección social del trabajador (artículo 198), por tanto, la ley a utilizar es la nacional del país en que se produjo la relación laboral.

Si los tratados no determinan cuál de las leyes nacionales es la que debe aplicarse, entonces se tiene que utilizar la legislación laboral, que no establece reglas sobre esta cuestión, salvo una puntual mención, limitada a la compensación por tiempo de servicios, en el sentido de que el tiempo de servicios computable para el beneficio es el efectivamente prestado en el Perú, pero se toma en cuenta además el prestado en el extranjero siempre que el contrato se haya celebrado en el Perú (artículo 7 de la Ley de Compensación por Tiempo de Servicios). Hace falta, pues, acudir al Código Civil. Las reglas sobre legislación aplicable en el caso de obligaciones contractuales, se hallan en el artículo 2095 del Código Civil. Aquéllas disponen que la ley aplicable es sucesivamente: la elegida por las partes; o a falta de ésta, la del lugar de cumplimiento, si se ha producido en un sólo país, o del cumplimiento de la obligación principal, si ha ocurrido en varios; o en defecto de ésta, la del lugar de celebración.

El empleo de estos criterios en el campo laboral plantea básicamente tres problemas. El primero es el de si puede permitirse a las partes de una relación laboral, entre las cuales es manifiesta la desventaja del trabajador respecto del empleador, practicar una elección, que podría desembocar en la imposición de la ley menos favorable. La cuestión se superaría si se condicionara la elección a que la ley seleccionada fuera la más favorable, pero ello llevaría a su vez a serias dificultades de comprobación. La alternativa sería la de cancelar la posibilidad de elegir la ley aplicable en materia laboral.

El segundo problema se refiere al caso de la ejecución de la relación laboral en varios países. Aquí debería aplicarse la ley del lugar de cumplimiento de la obligación principal, si ésta pudiera determinarse. El asunto es que en todos los contratos con prestaciones recíprocas, como es el caso del contrato de trabajo, no puede establecerse qué obligación es la principal, razón por la cual -conforme a la regla ya expuesta-, deberá aplicarse la ley del lugar de celebración.

El tercer problema es el de si podría establecerse la elección de la norma más favorable, en virtud de la aplicación del principio de ese nombre. Para este asunto nos remitimos al tratamiento del conflicto en el punto 4.2.4.3.

Al igual que en el problema anterior, nos encontramos con que la solución del Derecho Civil -o, más propiamente, del Derecho Internacional Privado- podría no coordinar con el espíritu del Derecho del Trabajo. En estos casos creemos que, como la supletoriedad de los primeros ordenamientos respecto del último sólo cabe si no hay oposición de naturaleza, y aquí podría producirse ésta, debe preferirse la salida más próxima a la esencia del Derecho del Trabajo.

Pasemos ahora al segundo supuesto del que nos ocupamos al empezar: el del trabajo realizado en las sedes diplomáticas de un Estado acreditante o de una organización internacional instaladas en un Estado receptor.

En la primera de esas hipótesis, la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas -aprobada y ratificada por el Perú- establece la exención jurisdiccional, en el marco de los privilegios e inmunidades que concede a los agentes diplomáticos, a los miembros del personal administrativo, técnico y de servicio de las misiones diplomáticas, a los criados particulares y a los familiares de los pertenecientes a algunas de dichas categorías (artículos 31 y 37). Tal exención es, sin embargo, renunciable por el Estado acreditante (artículo 32).

La cuestión central, entonces, es la de determinar el alcance de dicha exención: si se trata de una inmunidad absoluta, que comprende, además de los actos de imperio, los de gestión; o relativa, que abarca sólo a los primeros. Sobre lo que no hay duda es que las relaciones laborales entabladas entre la sede diplomática de un Estado extranjero y un sujeto cualquiera son actos de gestión.

Conforme a la primera opción, el juez competente para conocer y resolver los asuntos laborales es el nacional del Estado acreditante. Este hecho plantea grandes dificultades a los trabajadores para hacer efectivos sus derechos ante el incumplimiento de sus empleadores. El trabajador peruano que laboró en Lima para una Embajada que no le pagó sus beneficios sociales, tendría que interponer su demanda ante el juez del país que esa Embajada representa.

La segunda opción viene extendiéndose a nivel normativo y jurisprudencial internacional y comparado. Así, por ejemplo, una ley argentina de 1995 establece que: "Los Estados extranjeros no podrán invocar inmunidad de jurisdicción… cuando fueren demandados por cuestiones laborales, por nacionales argentinos o residentes en el país, derivadas de contratos celebrados en la República Argentina o en el exterior y que causaren efectos en el territorio nacional" (artículo 2.d de la Ley 24488). Este criterio -lamentablemente- todavía no cuenta con recepción por nuestro ordenamiento.

En cuanto a la ley aplicable en materia de trabajo y Seguridad Social, para los agentes diplomáticos y los miembros del personal administrativo y técnico de las misiones diplomáticas, no es la del Estado receptor, siempre que -en el caso de los miembros del personal referido- no sean nacionales de dicho Estado, ni tengan residencia permanente en él. En específico, están exentos de la legislación sobre Seguridad Social, así como de todos los impuestos y gravámenes, y eximidos de toda prestación personal, servicio público y cargas militares (artículos 33, 34, 35 y 37 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas). La primera de dichas exenciones se extiende a los miembros del personal de servicio de las misiones, y la segunda -pero sólo en lo que respecta a las remuneraciones-, alcanza a éstos y a los criados particulares de los integrantes de las misiones, cuando -en todos los casos- no sean nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente.

La segunda hipótesis es la de las organizaciones internacionales. Aquí también opera la exención jurisdiccional, establecida de modo particular en los respectivos Convenios de Privilegios e Inmunidades, que acompañan al establecimiento de una sede. En este caso, las dificultades para los trabajadores podrían ser mayores todavía, en lo que respecta a la competencia jurisdiccional, si se adoptara la tesis de la inmunidad absoluta. De un lado, el juez peruano no podría ejercer jurisdicción, salvo que hubiera renuncia a dicha exención. Del otro, podría ocurrir que no hubiera ante quién ejercerla, ya que algunas organizaciones internacionales -las más grandes e importantes- están sometidas a Tribunales Administrativos competentes para dilucidar este tipo de reclamaciones, pero otras no. En las primeras está establecido ante quién interponer la acción correspondiente. En cambio, en las últimas se produce una grave afectación al derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. La solución, nuevamente, tendría que pasar por acoger la tesis de la inmunidad relativa.

Respecto de qué ley se aplica, comúnmente los reglamentos internos de las organizaciones internacionales establecen los derechos y obligaciones de sus trabajadores o se remiten -al menos para los nacionales del Estado receptor- a la legislación laboral de éste.


3.2. VIGENCIA EN EL TIEMPO

Es propio de todo Estado de derecho establecer como regla la irretroactividad de las normas, aunque comúnmente se admita como excepción su retroactividad. El fundamento de la primera se encuentra en la seguridad jurídica, que impide alterar en el futuro las bases sobre las que se configuraron las relaciones jurídicas en el pasado; y de la segunda, en la protección de sujetos que están en situación de desventaja, en ciertas áreas jurídicas regidas por los intereses públicos o sociales. De esto último fluye que la retroactividad sólo cabe cuando es benigna para el sujeto tutelado por determinada área del derecho. Además, por su mismo carácter de excepción, tiene que declararse expresamente.

Las Constituciones de 1979 y 1993 coinciden en proclamar la regla y aceptar excepciones, pero difieren en la extensión de éstas. Volveremos sobre este asunto más adelante.

Sin embargo, en doctrina no hay una única lectura de los conceptos de irretroactividad y retroactividad, más allá de entender que la primera situación es la ordinaria y la segunda la extraordinaria. Las interpretaciones de esos términos son básicamente dos y vienen formuladas desde las llamadas teorías de los derechos adquiridos y de los hechos cumplidos. Manejaremos aquí las definiciones propuestas por Rubio Correa (1986: 60 y ss.) sobre estas teorías.

Veremos enseguida qué significan los conceptos en cuestión para cada una de las teorías mencionadas. Vamos a introducir en el análisis además, un elemento que nos importa especialmente en materia laboral, cuál es el del sentido de mejora o de disminución en los derechos de los trabajadores que existe entre la norma antigua y la nueva.

Previamente, proponemos como ejemplo de sucesión de mejora, el caso de un beneficio periódico que los trabajadores venían percibiendo en el monto de 100 en virtud de la primera norma, que la segunda eleva a 200. E, inversamente, la sucesión sería de disminución, si el beneficio fijado en 200 por la antigua norma, fuera rebajado a 100 por la nueva.

Según la teoría de los derechos adquiridos, la irretroactividad consiste en continuar aplicando la norma anterior a los derechos ya adquiridos de las relaciones existentes a la fecha de la sucesión. En cambio, la retroactividad supone que tales derechos se rigen inmediatamente por la nueva norma, desde su entrada en vigor.

Ubiquémonos primero en la aplicación ordinaria de las normas para esta teoría. Si estamos ante una sucesión de mejora (de 100 a 200), la consecuencia es perjudicial para los trabajadores antiguos, porque en todas las oportunidades pendientes de pago del beneficio deben continuar percibiendo 100. Por el contrario, la teoría muestra sus virtudes en el caso de una sucesión de disminución (de 200 a 100), ya que en él los trabajadores antiguos retienen el derecho a percibir el mayor beneficio.

Tengamos en cuenta ahora la aplicación extraordinaria. Recordemos que la retroactividad se admite únicamente cuando es benigna, razón por la cual tiene cabida sólo en el supuesto de la sucesión de mejora (de 100 a 200). Los trabajadores venían percibiendo 100, y conforme a la aplicación ordinaria deben mantener ese monto, pero por excepción, al declararse retroactiva la nueva norma, pasan a percibir inmediatamente 200, desde su fecha de vigencia en adelante.

La teoría de los hechos cumplidos plantea que estamos ante una situación de irretroactividad cuando la nueva norma pasa a regir inmediatamente los hechos no cumplidos de las relaciones existentes, a partir de la oportunidad en que aquélla entre en vigencia. Y la situación es de retroactividad, si los hechos ya cumplidos son revisados en virtud de la norma posterior.

Consideremos también aquí primero el caso de la aplicación ordinaria de las normas desde la perspectiva de esta teoría. Si trabajamos con el mismo ejemplo anterior, ante una sucesión de mejora (de 100 a 200), el resultado es ventajoso para los trabajadores antiguos, que perciben 200 desde la entrada en vigor de la nueva norma. En cambio, es desfavorable para ellos en la hipótesis de una sucesión de disminución (de 200 a 100), porque su beneficio se rebaja a 100, sin que puedan alegar ningún derecho adquirido.

Pasemos ahora a la aplicación extraordinaria, como ya vimos reservada al caso de la sucesión de mejora (de 100 a 200). Esta conlleva que los trabajadores que estuvieron percibiendo un beneficio de 100 al amparo de la norma antigua, deben recibir 100 más hacia atrás, desde la fecha en que la nueva norma lo señale, ya que se ha declarado retroactiva.

Como puede verse, si el ordenamiento laboral siguiera una tendencia progresiva, que es la más acorde con su naturaleza, la teoría de los hechos cumplidos sería más ventajosa para los trabajadores que la de los derechos adquiridos. La primera les permitiría adaptarse a la innovación de mejora, mientras la segunda los llevaría a conservar el beneficio menor. En cambio, en supuestos excepcionales en los que el ordenamiento laboral asume una tendencia regresiva, sucedería lo contrario. En virtud de la primera teoría su beneficio disminuiría de inmediato, en tanto según la última, retendrían la ventaja alcanzada. Pero es justamente en estos períodos críticos, cuando la sucesión normativa de mejora no ha respetado muchas veces los derechos adquiridos. Este asunto volveremos a tratarlo en el punto 4.2.4.4., a propósito de la sucesión.

En definitiva, el escenario en que se mueve la teoría de los derechos adquiridos está en los derechos ya adquiridos de las relaciones existentes a la fecha en que se produce la sucesión normativa: si se rigen por la antigua norma, habrá irretroactividad; y si se rigen por la nueva, habrá retroactividad. En cambio, el de la teoría de los hechos cumplidos está en la aplicación de la nueva norma: si recae sobre los hechos no cumplidos de las relaciones existentes, habrá irretroactividad; y si recae sobre los hechos ya cumplidos, habrá retroactividad.

La clave, pues, para cada teoría está en cuándo se adquiere un derecho y cuándo se cumple un hecho. Respecto de lo primero, la posición más razonable -de las varias sugeridas por la doctrina, a las que pasamos revista en el punto 4.2.4.4- nos parece la de que un derecho se adquiere cuando se cumple los requisitos previstos por la norma antigua para su disfrute, aunque éste no se haya iniciado. Sobre lo segundo, habría que distinguir los hechos que se cumplen una única vez, de los que lo hacen periódicamente. Ejemplo del primero sería el de la mayoría de edad o de la de acceso a la jubilación; y, del segundo, el de la percepción de la remuneración. Aquél no ofrece dificultad alguna, pero éste sí. Creemos que los hechos de realización periódica se cumplen en la oportunidad en la que deben percibirse los beneficios correspondientes. Así, la remuneración se cumple el día en que debe efectuarse el pago.

La Constitución de 1979 no optó por ninguna de estas teorías. Ese papel lo cumplió más bien el Código Civil, que en el artículo III de su Título Preliminar, acogió la teoría de los hechos cumplidos: la ley se aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes. A partir de entonces, pues, la lectura de los conceptos de irretroactividad y retroactividad contenidos en la Constitución, debía hacerse del modo en que hemos indicado que esa teoría lo hace. Así para todo el sistema jurídico, incluyendo el ordenamiento laboral, aunque en esta área pudiera admitirse matices, que abordaremos después en el punto 4.2.4.4.

Para hacer el análisis de esta cuestión en el marco de la Constitución de 1993, es necesario distinguir si estamos ante productos normativos o no normativos e, incluso, en este último caso, contractuales o no. La distinción es necesaria porque esta Constitución parece no haber adoptado en general ninguna de las teorías mencionadas, aunque en materia de derechos de origen contractual en especial, sí puede entenderse como acogida la teoría de los derechos adquiridos, en virtud del artículo 62: los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase.

Esta doble impresión nuestra difiere de la lectura que han efectuado sobre este asunto el Tribunal Constitucional y el Congreso. El primero sostiene, en las sentencias expedidas en los procesos por inconstitucionalidad del Decreto Ley 25967 y el Decreto Legislativo 817, que la Constitución misma -y no sólo el Código Civil- opta por la teoría de los hechos cumplidos. Y el Congreso, al interpretar el artículo 62 de la Constitución por la Ley 26513 -ahora recogida en la Tercera Disposición Complementaria, Transitoria y Derogatoria de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral- entiende que también en materia de derechos de origen contractual rige como regla la teoría de los hechos cumplidos. Vamos a desarrollar a continuación ambos temas.

Sobre lo primero, dice el Tribunal Constitucional -en las sentencias recaídas en los procesos contra las normas antes señaladas, expedidas en abril de 1997- que “la Constitución consagra la teoría de la aplicación inmediata de la norma” cuando establece “la obligatoriedad de la vigencia de las leyes, desde el día siguiente de su publicación en el Diario Oficial”, en concordancia con el artículo III del Título Preliminar del Código Civil (fundamento 10 de la sentencia sobre el Decreto Ley 25967). Creemos que dicho organismo jurisdiccional confunde la cuestión de la vigencia de las normas con la de sus efectos sobre las situaciones y relaciones jurídicas existentes. En cualquier sistema jurídico ajustado a los principios propios de todo Estado de derecho, las normas entran en vigencia con posterioridad a su publicación. Pero de allí no se deduce, en nuestro concepto, la adopción de ninguna teoría; para ello hace falta indagar si se acepta que la nueva norma opere sólo para las futuras relaciones o también para los derechos ya adquiridos o los hechos no cumplidos de las existentes. La pregunta central, pues, es si al entrar en vigencia la nueva norma -que no interesa cuándo sea, pero deberá ocurrir con posterioridad a su publicación- afectará o no las relaciones y situaciones existentes.

El Tribunal Constitucional concibe correctamente a la Primera de las Disposiciones Finales y Transitorias de la Constitución -que prohibe a las nuevas normas en el campo de las pensiones, afectar los derechos legalmente obtenidos por las antiguas-, como una excepción a la regla. Lo sostiene explícitamente: “estamos ante una situación de excepción que permite que un conjunto de normas sean aplicadas ultractivamente, por reconocimiento expreso de la disposición constitucional, a un grupo determinado de personas, quienes mantendrán sus derechos nacidos al amparo de una ley anterior, aunque la misma haya sido modificada posteriormente” (fundamento 10 de la sentencia sobre el Decreto Ley 25967, repetido en los fundamentos 15 y 17 de la sentencia sobre el Decreto Legislativo 817). Nos parece que más bien a partir de esta excepción de derechos adquiridos, pudo el Tribunal Constitucional llegar por inducción a la conclusión de que la Constitución adopta como regla la tesis de los hechos cumplidos.

Más allá de la divergencia anotada, no desconocemos que el Tribunal Constitucional es el intérprete supremo de la Constitución y, por consiguiente, debemos atenernos a su planteamiento. En tal virtud, no hay modificación respecto de la teoría imperante en nuestro ordenamiento en materia de vigencia de las normas en el tiempo, que es la de los hechos cumplidos, con la salvedad del campo pensionario (fundada en la Primera de las Disposiciones Finales y Transitorias de la Constitución), que el Tribunal Constitucional menciona, del penal, que deberíamos incluirlo en la excepción de conformidad con el artículo 139.11 de la Constitución y del prescriptorio, regulado por el artículo 2122 del Código Civil y la Segunda de las Disposiciones Complementarias, Transitorias y Finales de la Ley 27321. En materia pensionaria, la Primera Disposición Final y Transitoria de la Constitución prevé, en rigor, una aplicación mixta: si la antigua regulación es mejor, la sucesión se regirá por la teoría de los derechos adquiridos; pero si la nueva es mejor, se regirá por la de los hechos cumplidos. Igual aplicación combinada ocurre en materia prescriptoria, al menos en el artículo 2122 del Código Civil: la prescripción iniciada con la norma anterior sigue rigiéndose por ella (teoría de los derechos adquiridos), salvo que desde la entrada en vigencia de la nueva pueda transcurrir completo el plazo previsto en ésta (teoría de los hechos cumplidos). Esta excepción parece no haber sido recogida por la Ley 27321 para el ámbito laboral.

Sobre la segunda cuestión, referida a la interpretación del artículo 62 de la Constitución, éste distingue dos momentos. En el primero, que es el de la celebración del contrato, la autonomía individual se somete al ordenamiento imperativo -frecuente en el Derecho del Trabajo y ocasional en el Derecho Civil-, de modo que si el contrato lo transgrede resulta inválido. En el último, que es el de la ejecución de la relación subsiguiente, la autonomía individual prevalece sobre el ordenamiento imperativo, ya que una vez celebrado el acuerdo no puede ser modificado por las normas posteriores.

Respecto de este segundo momento, es claro que el citado precepto proclama la intangibilidad de los contratos, pero no así el alcance de ésta. Caben en este campo, en nuestro concepto, diversas interpretaciones, que de menor a mayor grado de recepción de la teoría de los derechos adquiridos, son las siguientes.

La primera limita la intangibilidad a los denominados contratos-ley. Si el Estado ofreció determinadas condiciones a los inversionistas, a partir de las cuales éstos arriesgaron su capital, no puede luego modificarlas afectando las inversiones ya realizadas. El problema de esta interpretación es a que a ella se refiere el segundo párrafo del precepto bajo comentario, por lo que el primero quedaría desprovisto de contenido propio, pese a estar concebido como un principio general del régimen económico.

La segunda considera intangible sólo aquello específicamente estipulado en el contrato. En otras palabras, únicamente los derechos y obligaciones de las partes que nacen del contrato, no los que éste repite del ordenamiento, son inmodificables por normas posteriores. Descartada la primera lectura de dicho precepto, ésta nos parece la menos perjudicial.

La tercera es la que está formulada legislativamente, a la cual hemos hecho mención antes. La Ley de Productividad y Competitividad Laboral establece en vía de interpretación del artículo 62 de la Constitución, con efectos sólo para el ámbito laboral, que la nueva norma tiene aplicación inmediata sobre las relaciones existentes (es decir, considera como regla la teoría de los hechos cumplidos), salvo en aquello que las partes de modo expreso hubieran recogido del ordenamiento para incorporarlo al contrato (la teoría de los derechos adquiridos como excepción). De esta manera, es intangible tanto lo regulado por el contrato como lo adoptado de las normas por éste. La constitucionalidad de esta interpretación es por demás discutible.

Pensamos que el interés individual garantizado por la intangibilidad del contrato, no puede prevalecer sobre el público o social, a los que responde una innovación normativa con efectos sobre las relaciones existentes. Por tanto, desde esta perspectiva, el artículo 62 de la Constitución debería derogarse.

De otro lado, la Constitución de 1993, en su artículo 103, ha suprimido la retroactividad en materia laboral. Dada la utilización moderada que había tenido esta figura, limitada a incrementar hacia atrás ciertos beneficios económicos en el marco de relaciones laborales vigentes, su eliminación nos parece otro desacierto de la actual Constitución en este campo. Sólo podría haber normas laborales retroactivas si fueran interpretativas, puesto que la doctrina acepta que éstas, que no modifican sino sólo precisan una norma anterior, rigen desde la entrada en vigencia de la norma interpretada.

Veamos a continuación las consecuencias en materia laboral de la regulación de la vigencia de las normas en el tiempo por la Constitución. Antes, para poder considerar en el análisis a los convenios colectivos y puesto que hemos remitido del punto 2.3.4 a éste el tratamiento de la vigencia de éstos en el tiempo, nos detendremos en la regulación de este asunto por nuestro ordenamiento.

El artículo 43 de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo (modificado por la Ley 27912), establece tres reglas sobre la vigencia en el tiempo de los convenios colectivos: la duración del convenio colectivo, la de los beneficios contenidos en él y la aplicación retroactiva del nuevo convenio colectivo.

En virtud de la primera regla, los convenios colectivos tienen la duración que acuerden las partes, en defecto de la cual será de un año (artículo 43.c). Los sujetos negociales pueden pactar un plazo mayor o menor. Ya no hay, por tanto, una duración mínima de un año, como en la versión original de la ley. Creemos que la duración estipulada por las partes, podría modificarse si ambas estuvieran conformes en revisar anticipadamente su convenio colectivo. Lo que no debería admitirse es que una de ellas le impusiera a la otra tal revisión. El convenio colectivo celebrado con la duración acordada por las partes o, supletoriamente, cada año, sería el ordinario; y el suscrito fuera de esas oportunidades, el extraordinario. Para efecto de estos conceptos nos remitimos al punto 2.3.4.

La segunda regla está prevista en el artículo 43.d: los beneficios otorgados por el convenio colectivo tienen vigencia indefinida, hasta que sean regulados por un futuro convenio colectivo. De este modo, se evita generar el vacío que provocaba la versión anterior de la ley, que establecía como regla la vigencia temporal de los beneficios. Ahora, cuando culmine el plazo del convenio colectivo antiguo y mientras las partes están comúnmente negociando aún el nuevo, el empleador deberá proseguir concediendo los beneficios reconocidos en aquél.

Finalmente, la tercera regla consiste en la aplicación retroactiva de los nuevos convenios colectivos, que surten efectos no desde su celebración sino desde el vencimiento de los antiguos, salvo respecto de las obligaciones de hacer o de dar en especie (artículo 43.b). Esta cuestión, nos parece compleja porque la Constitución proclama la regla de la irretroactividad y admite su excepción sólo en materia penal. De este modo, debemos preguntarnos si la ley puede seguir declarando genéricamente que los convenios colectivos tienen efectos retroactivos.

Creemos que de las diversas interpretaciones posibles sobre este tema, la menos onerosa para la institución de la negociación colectiva, constitucionalmente tutelada, es la de reservar la prohibición de retroactividad sólo a las normas estatales. Extenderla a los convenios colectivos significaría destruir el esquema global de regulación de esta institución, en el cual la retroactividad es una pieza fundamental.

Ahora sí podemos indagar por los efectos de la regulación por nuestro ordenamiento -tal como lo han interpretado el Tribunal Constitucional y el Congreso- de la vigencia en el tiempo de los productos laborales normativos o no normativos: adopción de la teoría de los hechos cumplidos, aunque relativizada para los beneficios de origen contractual por la posibilidad de un pacto en contrario, y supresión de la retroactividad benigna, salvo para los convenios colectivos.

El mayor riesgo que conlleva la intangibilidad de los contratos, aun cuando requiera un acuerdo expreso, es que dada la desigualdad material entre el empleador y el trabajador y la falta de libertad real de éste, el primero pueda forzarlo a convenir la recepción por el contrato de ciertas normas que otorguen beneficios reducidos y cuya mejora futura resulte previsible. En ese caso, la situación anterior menos favorable quedaría subsistente para ese vínculo.

Lo que nos parece claro es que entre las normas cuya incorporación al contrato permite la ley, no se encuentra el convenio colectivo, porque en caso contrario se produciría su total desnaturalización. Si el empleador y el trabajador pudieran pactar individualmente que el convenio colectivo que los regule en adelante, es el que estaba vigente a la fecha de inicio de la relación laboral, vedando la aplicación de los siguientes, la fuerza vinculante de los convenios colectivos garantizada por la Constitución en su artículo 28.2, quedaría vaciada de contenido. En otras palabras, o los convenios colectivos tienen aplicación inmediata sobre las relaciones individuales de trabajo -como establece el artículo 43.a, de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, modificada por la Ley 27912- o su celebración estaría desprovista de sentido, ya que quedaría reservada únicamente para las nuevas y eventuales relaciones laborales que pudieran constituirse durante su vigencia.

El artículo 62 de la Constitución sí impide, en cambio, la afectación de los convenios colectivos por normas estatales de cualquier clase, desde leyes hasta decretos de urgencia. En este caso, ello ocurre sin los matices previstos en la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, que están referidos exclusivamente a los contratos individuales. Hay aquí, pues, un nuevo fundamento para rechazar la intervención estatal de máximos sobre la autonomía colectiva. La de mínimos sigue siendo posible, ya que conduciría a un conflicto entre el convenio colectivo anterior y la norma estatal posterior, si el piso de ésta se incrementara por encima del monto establecido por el primero, que debe resolverse mediante el principio de la norma más favorable. A estos efectos, nos remitimos al punto 4.2.4.3.


4. RELACIONES ENTRE NORMAS Y ACTUACION DE LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO DEL TRABAJO


4.1. CONCEPTO DE PRINCIPIOS DEL DERECHO DEL TRABAJO

Tanto la definición de los principios del Derecho del Trabajo, como la identificación de las diversas funciones que ellos cumplen respecto del ordenamiento, con las que estamos más próximos, son las formuladas por Plá Rodríguez (1978: 9). Según este autor, los principios son líneas directrices que informan a las normas e inspiran soluciones, y sirven en diversas fases de la vida normativa.

Podemos señalar las siguientes: para la producción de las normas, momento en el que debe acudirse al carácter protector del Derecho del Trabajo; para su interpretación, actividad en la cual el principio apropiado es el in dubio pro operario; para su aplicación, oportunidad en la que resolvemos un conflicto, mediante la norma más favorable, o retenemos ventajas alcanzadas, a través de la condición más beneficiosa; y para su sustitución, supuesto en el cual acudimos a los métodos de integración. Asimismo, se utilizan en hipótesis de afectación de derechos, por diversas vías (la primacía de la realidad, la irrenunciabilidad de derechos, la igualdad y la propia condición más beneficiosa, desempeñan este papel).

La doctrina se pregunta si la recepción de los principios por el ordenamiento es necesaria para su vigencia o siquiera conveniente. Creemos que hay acuerdo en que la plasmación de los principios en una norma no es indispensable para tenerlos como aceptados en un ordenamiento. Ello es, más bien, recomendable -porque los reforzaría- sólo si se fuera a hacer en fórmula que no resultara limitativa de sus alcances. Esta regulación restrictiva es la que lamentablemente se da en la Constitución actual, respecto de la irrenunciabilidad de derechos y el in dubio pro operario, como veremos después.


4.1.1 PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DEL DERECHO DEL TRABAJO


4.1.1.1 IRRENUNCIABILIDAD DE DERECHOS

Un derecho puede nacer de una norma dispositiva o imperativa. En el primer caso, su titular puede decidir libremente sobre él. El acto que contenga esta decisión será de disposición. En el segundo caso, el titular del derecho no puede abandonarlo por su voluntad. Si lo hace, su acto será de renuncia. Mientras la disposición es válida, la renuncia no.

El Derecho del Trabajo está lleno de normas mínimas (imperativas hacia abajo y dispositivas hacia arriba), por tanto, los derechos reconocidos a los trabajadores son indisponibles para éstos respecto de su parte imperativa pero no de la dispositiva. Veamos un ejemplo.

La Ley sobre Descansos Remunerados, reconoce a los trabajadores el derecho a treinta días de vacaciones al año. El artículo 19 de la norma, sin embargo, tiene una estructura híbrida: quince de esos días deben ser necesariamente descansados y remunerados (parte imperativa), pero otros quince pueden ser cedidos por el trabajador, si éste acuerda con su empleador que los va a laborar a cambio del pago de una compensación extraordinaria (parte dispositiva). Por consiguiente, si el trabajador conviene con su empleador en trabajar durante veinte de los treinta días de sus vacaciones, su acto será inválido respecto de los cinco días que exceden de los quince sobre los que la ley le permite disponer. Aquí habría una renuncia. Pero sobre los quince restantes no habría problema, porque entran en el sector dispositivo de la ley. Sobre ellos habría sólo una disposición y no una renuncia y, en consecuencia, un acto válido.

Pero precisemos aún más el caso. Si el trabajador aceptara prestar sus servicios durante diez de sus treinta días de vacaciones (moviéndose hasta allí dentro de la parte dispositiva de la ley, que le autoriza a ceder hasta quince), y lo hiciera sin acordar el pago de la compensación extraordinaria, sino sólo mediante una retribución ordinaria, entonces su acto -respecto de esta específica cuestión- sería nuevamente inválido, porque ese aspecto de la parte dispositiva de la norma tiene carácter imperativo. Habría, por tanto, una renuncia.

De lo expuesto podemos concluir que hay una renuncia toda vez que el titular de un derecho nacido de una norma imperativa lo abandone voluntariamente. Esta situación será muy frecuente en el Derecho del Trabajo, cuando se produzcan actos de disposición, ya que la mayoría de las normas de esta área son de derecho necesario relativo. Aquí presumimos la imperatividad relativa de las normas, como hemos sostenido antes (punto 2.1). En cambio, será inusual en el Derecho Civil, compuesto básicamente por normas dispositivas. En esta área se presume la dispositividad de la norma, según declara el artículo 1356 del Código Civil, siendo la generalidad de sus derechos disponibles. Por excepción, no lo son los inherentes a la persona: a la vida, a la integridad física, a la libertad, al honor y demás (artículo 5 del Código Civil). La cesión respecto de ellos, como precisa el propio precepto citado, sí constituiría una renuncia.

Pues bien, el principio de irrenunciabilidad de derechos es justamente el que prohibe que los actos de disposición del titular de un derecho recaigan sobre derechos originados en normas imperativas, y sanciona con la invalidez la transgresión de esta regla.

La invalidez afecta a la cláusula que contiene la disposición vedada y no a todo el acto, al igual que en el Derecho Civil, cuya norma aplicamos supletoriamente (artículo 224 del Código Civil).

Las cuestiones centrales que se suscitan a propósito de este principio son tres: si sólo los derechos de los trabajadores son irrenunciables o también los de las organizaciones sindicales y, eventualmente, algunos del propio empleador (ámbito subjetivo); qué pasa con los derechos surgidos de productos no normativos derivados de actos, como las cláusulas obligacionales del convenio colectivo y los contratos de trabajo (ámbito objetivo); y, por último, desde cuándo y hasta cuándo un derecho es irrenunciable (ámbito temporal). Vamos a analizarlos en ese orden a continuación.

Los aspectos principales del ámbito subjetivo y objetivo los presentamos combinadamente en el cuadro adjunto, en el que pasamos revista a los principales supuestos de disposición e indagamos sobre su validez o invalidez y la aplicación del principio de irrenunciabilidad de derechos en cada uno de ellos. Los comentarios sobre esos supuestos los formulamos en los párrafos siguientes.

En el supuesto uno, una ley imperativa le reconoce al trabajador un derecho que éste abandona mediante un acto, que será probablemente el contrato de trabajo. Por ejemplo, la ley otorga a los trabajadores dos gratificaciones al año, de una remuneración cada una, y él pacta que percibirá sólo una. Es un caso evidente de infracción a una norma imperativa y, por tanto, de invalidez, y como la transgresión la comete el propio titular del derecho, opera el principio de irrenunciabilidad de derechos.

El segundo supuesto es similar al anterior, sólo que el sujeto que dispone del derecho no es el titular sino la organización sindical. Esto sucedería si en el marco del ejemplo propuesto, por convenio colectivo se acordara que en la empresa se va a percibir dos gratificaciones al año, pero de media remuneración cada una. La cláusula del convenio colectivo es inválida, pero no actúa el principio en mención. El sustento está en la prohibición de pactar contra las normas imperativas (artículo V del Título Preliminar del Código Civil).

En el tercer supuesto se produce una circunstancia igual a la del primero, pero con sujeto disponente colectivo y no individual. Aquí -en contra de los que piensan que el principio de irrenunciabilidad de derechos sólo tutela a los trabajadores y no a las organizaciones sindicales, porque respecto de éstas los poderes se equilibran con los del empleador-, vemos una disposición inválida y, por tanto, una renuncia. Esto ocurriría si la organización sindical abdicara por convenio colectivo (cláusula obligacional) un derecho que la ley le confiere, por ejemplo, el de negociar colectivamente a futuro. Es un campo plenamente apropiado para el desenvolvimiento del principio.

El supuesto cuatro es semejante al primero, con la única diferencia de que en el que analizamos ahora el derecho nace de un convenio colectivo (cláusula normativa) y no de la ley. Como ya vimos -en el punto 2.3.4- los convenios colectivos poseen imperatividad relativa para la autonomía individual. Por tanto, hay renuncia y funciona el principio.

En el quinto supuesto sucede que un convenio colectivo (cláusula normativa) había establecido un derecho en favor de los trabajadores, que un posterior convenio colectivo (cláusula normativa) deja sin efecto. Por ejemplo, en el primero se pactó una asignación por escolaridad, que en el segundo se elimina. No hay abandono de un derecho por su titular, sino privación por un tercero (como si se lo quitara una ley, cuando se lo dio otra ley) y, por consiguiente, no hay renuncia. Estamos más bien ante la derogación parcial del primer convenio colectivo por el segundo, que es inobjetable, aunque sus efectos sobre los antiguos trabajadores puedan negarse si se adopta la teoría de los derechos adquiridos (como vimos en el punto 3.2 y trataremos nuevamente en el 4.2.4.4).

El supuesto seis es el de un beneficio otorgado a la organización sindical por un convenio colectivo (cláusula obligacional), que por la misma vía se suprime después. Por ejemplo, un local para la realización de sus actividades. No hay norma imperativa -en verdad, norma alguna- ni, por consiguiente, derechos indisponibles. Usamos el Código Civil que permite al contrato (y la cláusula obligacional del convenio colectivo tiene esa naturaleza) extinguir obligaciones (artículo 1402).

En el supuesto siete sucede algo parecido, sólo que aquí el derecho nace del contrato de trabajo en beneficio del trabajador y en una modificación posterior de aquél se le reduce o elimina. Tampoco existe norma imperativa -ni norma alguna- de por medio. No puede, por tanto, operar el principio de irrenunciabilidad de derechos.

Por último, en el octavo supuesto se produce una situación controvertida: el derecho surge del contrato en favor del trabajador, pero la organización sindical en un posterior convenio colectivo (cláusula normativa) lo deja sin efecto. Por ejemplo, si se había acordado en el contrato de trabajo una remuneración de 100 para un conserje y en el convenio colectivo, que fija una escala salarial para la empresa, se pone un tope de 80 para la remuneración de los conserjes. Es fácil descartar en este supuesto la aplicación del principio de irrenunciabilidad de derechos, porque no hay una norma imperativa en el origen del derecho ni un abandono de éste por su titular. Pero la validez del convenio colectivo que contiene tal mandato, resulta discutible. Este es un supuesto de sucesión -por tanto, objeto del punto 4.2.4.4-, en el que se va a llegar a conclusiones diversas según el interés que se prefiera proteger: la supresión es invalida si se prefiere el interés individual, expresado en el contrato de trabajo, sobre el colectivo, contenido en el convenio colectivo, y viceversa.

Terminado el análisis de los supuestos del cuadro, quedan pendientes dos asuntos: la extensión del principio a ciertos derechos del empleador y el ámbito temporal.

Respecto de lo primero, la doctrina concuerda en que el grueso de los derechos del empleador derivados de las relaciones laborales -no así, por cierto, los inherentes a la persona- son disponibles. Esto es lo que le permite a los empleadores asumir obligaciones frente a los trabajadores y las organizaciones sindicales. Pero una porción mínima de derechos, sin los cuales la relación laboral queda desnaturalizada, es indisponible. Aquí se encuentran los aspectos estructurales del poder de dirección. Una privación total y permanente del poder disciplinario, por ejemplo, nos parecería inválida.

En lo referido al ámbito temporal de aplicación del principio de irrenunciabilidad de derechos, nos interesa distinguir la oportunidad desde la que se prohibe el acto de renuncia de aquélla en la que se adquiere un derecho (a la cual nos referiremos con más detalle en el
PRINCIPIO DE IRRENUNCIABILIDAD DE DERECHOS

SUPUESTO DERECHOS NACIDOS DE TITULAR DEL DERECHO SUJETO QUE DISPONE EFECTOS DE LA DISPOSICION
APLICACION DEL PRINCIPIO

1

LEY
TRABAJADOR
TRABAJADOR
INVALIDEZ
OPERA EL PRINCIPIO


2

LEY
TRABAJADOR
ORGANIZACION SINDICAL
INVALIDEZ
NO OPERA EL PRINCIPIO

3

LEY
ORGANIZACION SINDICAL
ORGANIZACION SINDICAL
INVALIDEZ
OPERA EL PRINCIPIO

4

CONVENIO COLECTIVO
TRABAJADOR
TRABAJADOR
INVALIDEZ
OPERA EL PRINCIPIO

5

CONVENIO COLECTIVO
TRABAJADOR
ORGANIZACIÓN
SINDICAL
VALIDEZ
NO OPERA EL PRINCIPIO

6

CONVENIO COLECTIVO
ORGANIZACIÓN
SINDICAL
ORGANIZACION SINDICAL
VALIDEZ
NO OPERA EL PRINCIPIO

7

CONTRATO DE TRABAJO
TRABAJADOR
TRABAJADOR
VALIDEZ
NO OPERA EL PRINCIPIO

8

CONTRATO DE TRABAJO
TRABAJADOR
ORGANIZACION SINDICAL
VALIDEZ O INVALIDEZ
NO OPERA EL PRINCIPIO

punto 4.2.4.4). Un derecho es irrenunciable desde que se constituye la relación laboral, siempre que esté amparado por una norma imperativa, aunque todavía los requisitos para su disfrute no se hayan producido y, por consiguiente, el derecho no se haya adquirido.

Pongamos el siguiente ejemplo. Si un trabajador acuerda con su empleador al inicio de la relación laboral que no tendrá vacaciones, el pacto es inválido por infringir una norma imperativa, aun cuando en esa fecha el trabajador no había cumplido el tiempo de servicios requerido para la percepción del beneficio.

El derecho nacido de una norma imperativa, por otra parte, es irrenunciable más allá de la extinción de la relación laboral, mientras no se cumpla con hacerlo efectivo. En otras palabras, si resuelto el contrato de trabajo, el empleador tuviera deudas pendientes con el trabajador; éste tiene derecho a reclamarle su pago. Aquí hay que tener en cuenta los términos para la prescripción de la acción de cobro que establece el ordenamiento (de cuatro años, computados desde el día siguiente a aquél en que se extingue el vínculo laboral, según la Ley 27321). Pero ésta es cuestión distinta.

Finalmente, una breve mención a la regulación del principio de irrenunciabilidad por la Constitución actual (artículo 26.2), reproducida por la Ley Procesal del Trabajo (artículo III del Título Preliminar) y la Ley General de Inspección del Trabajo y Defensa del Trabajador (artículo 3 inciso c). Se proclama el carácter irrenunciable de los derechos reconocidos por la Constitución y la ley. Ello nos parece doblemente impreciso, porque -de un lado- ni todos los derechos nacidos de la ley son irrenunciables, dado que los beneficios originados en las normas dispositivas o partes dispositivas de las normas no tienen ese carácter; ni -del otro- sólo esos derechos son irrenunciables, sino también los surgidos de las demás normas imperativas, entre ellas, especialmente los convenios colectivos, que no pueden dejarse sin efecto por la autonomía individual, como proclama el artículo 43 de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo. Esto último está implícito, además, en la fuerza vinculante de los convenios colectivos que enuncia la Constitución (artículo 28.2). Hubiera sido conveniente una concordancia entre estos preceptos constitucionales al regular el principio.


4.1.1.2 IGUALDAD ANTE LA LEY, DE TRATO Y DE
OPORTUNIDADES

En este tema intervienen dos conceptos fundamentales, que son los de igualdad y discriminación, cuyos significados han venido evolucionando en las últimas décadas, modificando la relación que guardan entre sí. En esta evolución se puede identificar dos fases centrales, la primera de las cuales es la de la igualdad formal y su correspondiente discriminación directa, y la segunda -que no niega a la anterior sino construye sobre ella-, la de la igualdad sustancial y su correspondiente discriminación indirecta. De cada una de ellas vamos a ocuparnos a continuación.

En la primera fase, la igualdad exige una verificación de hecho, para comparar individuos y determinar si su situación es semejante o no, y después reclama un trato correspondiente a lo comprobado. De este modo, el trato no puede ser desigual para los iguales ni igual para los desiguales.

Según el carácter público o privado del sujeto obligado a no procurar esa disparidad en el trato, se distingue la igualdad ante la ley y la igualdad de trato, respectivamente. La primera vincula al Estado en el ejercicio de cada una de sus funciones primordiales: la legislativa, la administrativa y la jurisdiccional. Así, por ejemplo, tanto al producirse como al aplicarse la ley, debe respetarse el principio.

Esta manifestación de la igualdad está recogida por nuestra Constitución en el artículo 2.2. Y algunas expresiones más concretas de ella, también cuentan con recepción normativa: por ejemplo, la prohibición al Poder Legislativo de expedir leyes especiales por la diferencia de las personas, restringiéndolas a los casos en que la naturaleza de las cosas así lo exija (artículo 103 de la Constitución); y al Poder Judicial -aquí con más matices- de apartarse del precedente que hubiera establecido, salvo con la debida fundamentación (entre otros, el artículo 22 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, como vimos en el punto 2.4.1).

La igualdad ante la ley está reconocida también por numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos: artículo 7 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo II de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y artículo 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros; todos incorporados a nuestro derecho interno.




La segunda, es la igualdad de trato, que vincula a la autonomía privada en sus diversas exteriorizaciones, normativas o no normativas. Quedan comprendidas las decisiones unilaterales del empleador (no contratar o no promover o sancionar a un trabajador), de la organización sindical (no admitir, impedir la participación o separar a un afiliado), o de la autonomía colectiva (excluir de los alcances de un convenio colectivo o conferir ventajas mayores a unos trabajadores), ejemplos que quedarían proscritos si se hubieran adoptado arbitrariamente.

La igualdad de trato ya no tiene mención por su nombre en nuestra actual Constitución, como la tenía en la anterior. El artículo 26.1 se refiere a la igualdad de oportunidades, que es un concepto distinto -como veremos luego-, aunque por su propia naturaleza necesariamente supone a la primera. Además, diversos convenios internacionales del trabajo -como el 100 sobre igualdad de remuneración entre varones y mujeres, y el 111 sobre discriminación en materia de empleo y ocupación-, aprobados y ratificados por el Perú, la proclaman. Es pertinente recordar aquí que en virtud de la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución, todos los tratados mencionados configuran el contexto en que deben interpretarse los preceptos de aquélla en materia de igualdad (a lo que nos referimos en el punto 2.3.2).

Pues bien, en esta fase, si se verifica el trato proscrito por el principio sin justificación, estamos ante una discriminación directa. Este término tiene dos significados de alcances diversos. Según el primero, hay discriminación toda vez que se practique una distinción arbitraria, esto es, carente de causa objetiva y razonable. Conforme al segundo, sólo la hay si dicho trato se funda en un motivo prohibido por el ordenamiento. La discriminación, en cualquier caso, no se producirá cuando la distinción se encuentre justificada en la naturaleza de la actividad o las condiciones de su ejercicio.

El antes citado Convenio Internacional del Trabajo 111, define la discriminación como cualquier distinción, exclusión o preferencia que tenga por efecto anular o alterar la igualdad en el empleo y la ocupación (artículo 1).

Los ordenamientos suelen seguir en esta cuestión a los instrumentos internacionales de derechos humanos y prohiben la discriminación, señalando un listado de causas especialmente vedadas, en fórmula abierta. Así lo hace nuestra Constitución, en su artículo 2.2, cuando impide la discriminación por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquiera otra índole. Es claro que los motivos resaltados no son los únicos prohibidos, sino sólo los más perniciosos; cualquier otro equivalente, por su utilización histórica o socialmente significativa, debería quedar comprendido. La libertad sindical, por ejemplo, no se encuentra en la citada relación, pero es evidente -por tratarse de un derecho constitucional- que despedir a un trabajador por desempeñar actividades sindicales configura una discriminación. No queda duda de esto en el artículo 26.1 de la propia Constitución, que sanciona la discriminación sin formular ningún listado de causas.

Numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos rechazan expresamente la discriminación. Este es -entre otros- el caso de la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 2.1), del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 2.1), del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 2.2), de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo II), de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 1) y de su Protocolo Adicional en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 3).

Desde la perspectiva expuesta, serían actos discriminatorios -por ejemplo- que la ley impidiera a los extranjeros residentes en el país ocupar cargos directivos en las organizaciones sindicales o que el empleador concediera beneficios mayores para los trabajadores no afiliados que para los afiliados a una organización sindical; pero no lo serían -por ejemplo- el otorgamiento por la ley de una bonificación en función de la antigüedad del trabajador, o la imposición por el empleador de una sanción más severa al trabajador reincidente que al primerizo.

Si la discriminación afecta la igualdad ante la ley, dependerá de la forma jurídica que revista el acto transgresor del principio para determinar el mecanismo idóneo para impugnarlo o inaplicarlo: una de las acciones constitucionales, una acción contencioso-administrativa o un recurso de casación. Si lesiona la igualdad de trato, las vías apropiadas serían el proceso ordinario laboral o la acción de amparo, según los casos.

La discriminación –tanto la directa como la indirecta, que veremos luego- está proscrita a lo largo de toda la vida de la relación laboral, desde su constitución hasta su extinción. Además, la discriminación se encuentra tipificada como delito por el artículo 323 del Código Penal (añadido por la Ley 27270). La Bolsa de Trabajo en el sector de construcción civil, creada por la Ley 25202, ahora derogada, fue un buen intento de evitar la discriminación antisindical y por edad en la constitución de la relación laboral. Ahora, se busca impedir la discriminación en esta fase a través de la Ley 26772 (modificada por la Ley 27270 y reglamentada por el Decreto Supremo 2-98-TR), que actúa sobre las ofertas de empleo. Las fases de ejecución y extinción de la relación laboral están cubiertas por la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, a través de las figuras de los actos de hostilidad (artículo 30) y del despido nulo (artículo 29), respectivamente. Los supuestos de nulidad del despido han sido ampliados por el artículo 6 de la Ley 26626, que agrega como causa el VIH/SIDA y por el artículo 1 de la Ley 27185, que modifica la Ley de Productividad y Competitividad Laboral en lo que respecta al embarazo, comprendiendo en la protección a todo el período de gestación y los 90 días posteriores al parto. Esta tutela se extiende -aunque con una redacción poco afortunada- al ejercicio del poder disciplinario por el empleador (artículo 33 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). Las tres fases están reguladas en específico para las personas con discapacidad, por el artículo 31.2 de la Ley General de la Persona con Discapacidad.

Un área de especial interés en la actuación del principio de igualdad es la de los derechos de la mujer. Aquí concepciones antiguas entendían que la mujer era merecedora de protección por el Estado por su inferioridad física e intelectual respecto del varón. Esa protección se plasmaba en dos tipos distintos de medidas: de un lado, prohibiciones para desempeñar algunas actividades o hacerlo en ciertas condiciones; y del otro, ventajas en términos de beneficios. En el Perú, la Ley sobre Trabajo de Mujeres y Menores, respecto de lo primero, impedía a las mujeres realizar trabajo nocturno, o en domingo o feriados, o labores subterráneas, en minas, canteras u otras peligrosas para la salud; y respecto de lo segundo, reconocía una jornada semanal de 45 horas, dos horas continuas de descanso al día entre la labor de la mañana y la de la tarde, 25% de indemnización adicional por accidente de trabajo y derecho a un asiento.

Por otra parte, esa misma legislación confería a la mujer, pero ya no por el motivo antes señalado, sino en tutela de la maternidad, un conjunto de beneficios distintos: 90 días de indemnización por despido en los tres meses anteriores o posteriores al parto, una sala cuna en la empresa cuando ésta ocupaba a 25 trabajadoras mayores de 18 años y una hora de lactancia al día.

Todo el primer bloque de medidas protectoras fundadas únicamente en el sexo, debió considerarse automáticamente derogado desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1979, que consagró el principio de igualdad ante la ley. Pero como aquélla autorizaba a la ley a otorgar a la mujer derechos no menores que al varón (artículo 2.2), nuestra jurisprudencia entendió que todo el ordenamiento anterior subsistía. No entró a considerar que los actos del primer bloque eran discriminatorios, porque conllevaban distinciones injustificadas respecto de la mujer, con un pretendido favorecimiento, que muchas veces resultaba perjudicial para su inserción en el mercado de trabajo.

Con la dación de la Ley 26513, modificatoria de la Ley de Fomento del Empleo, se fue al extremo opuesto: la Tercera de las Disposiciones Complementarias, Transitorias, Derogatorias y Finales, eliminó toda la legislación sobre trabajo de mujeres y menores, incluyendo la que protegía la maternidad. De ella, sólo fue restablecido el descanso pre y postnatal por la Ley 26644 (modificada por la Leyes 27402 y 27606) y el permiso por lactancia materna por la Ley 27240 (precisada por la Ley 27403 y modificada por la Ley 27591). Posteriormente se creó la licencia laboral por adopción (Ley 27409).

La doctrina considera que no constituye discriminación un régimen de amparo de la maternidad en beneficio de las mujeres que estén en tal situación, porque ésa es una causa objetiva y razonable de distinción.

Por último, la igualdad de esta fase es formal porque no pretende modificar la realidad sino incidir sobre la regulación o los comportamientos que se producen en aquélla.

En la segunda fase de la evolución a que aludimos al inicio, los conceptos de igualdad y discriminación se modifican. En lo que respecta al primero, se pretende verificar si en los hechos los diversos grupos tienen las mismas oportunidades para disfrutar de los beneficios o no. Si se llega a una respuesta negativa, se puede llevar a cabo una política de igualación efectiva en favor de los colectivos disminuidos. Son las llamadas acciones positivas. No se consideran discriminatorias, aunque transitoriamente conlleven medidas desiguales, ya que su objetivo final concuerda con el de un Estado social de derecho: la igualdad sustancial. El Tribunal Constitucional español denomina a este fenómeno como derecho desigual igualatorio. Estamos, pues, ante la igualdad de oportunidades.

Nuestra Constitución proclama este principio en su artículo 26.1, así como los pilares en que se sostiene: la defensa de la persona y el respeto de su dignidad (artículo 1), el carácter democrático y social del Estado (artículo 43), el deber del Estado de garantizar la plena vigencia de los derechos humanos y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la nación (artículo 44), la adopción de una economía social de mercado (artículo 58), etc.

A nivel de legislación, sin embargo, es muy poco lo avanzado en este terreno. La Ley de Formación y Promoción Laboral prevé los Programas Especiales de Empleo, que favorecerán a las categorías laborales con mayores dificultades para acceder al mercado de trabajo: mujeres con responsabilidades familiares, trabajadores mayores de 45 años y trabajadores con limitaciones físicas, intelectuales o sensoriales (artículos 36 y 37). Este último grupo ha sido favorecido con diversas acciones positivas, por la Ley General de la Persona con Discapacidad. Pero es mínimo lo que se ha implementado de todo esto.

En este marco surge la discriminación indirecta, concebida como el impacto adverso que producen medidas aparentemente neutras sobre un colectivo, en proporción mayor que sobre los demás. Se trata de decisiones que se aplican por igual a todos, pero como entre ellos hay grupos que en los hechos tienen ventajas sobre otros, ocasionan efectos diversos. El colectivo afectado tendría que serlo en función a uno de los motivos arraigados y extendidos de segregación (sexo, raza, religión, opinión u otros similares). La discriminación indirecta, pues, sólo tiene cabida si en materia de discriminación directa se asume la acepción estricta que planteamos antes y no la amplia, ya que conforme a ésta no habría medidas neutras. No interesa si hay o no en el agente intención lesiva. Para no resultar discriminatorias esas medidas tienen que encontrar justificación en una necesidad de la empresa y no existir otras alternativas.

Este sería el caso, por ejemplo, de un empleador que convocara trabajadores para ocupar un puesto de operario de limpieza, con el requisito de tener una estatura mínima de 1,70 metros. La exigencia tendría que ser satisfecha por igual por cualquier postulante, pero en los hechos los aspirantes varones tendrán mayores probabilidades de cumplimiento del requisito que las mujeres. No parece ser indispensable para la empresa que los operarios de limpieza cuenten con dicha estatura. Estamos, por tanto, ante una discriminación indirecta.

Esta forma de discriminación, como la otra, se encuentra prohibida por nuestra Constitución, en sus artículos 2.2 y 26.1, y por los instrumentos internacionales de derechos humanos que mencionamos antes. El acto que constituye una discriminación indirecta debe invalidarse por el organismo jurisdiccional encargado de conocer sobre él. Un mecanismo eficaz de protección del afectado en ambos tipos de discriminación, es el de la inversión de la carga probatoria: presumir la existencia de discriminación toda vez que haya indicios fundados de ella.

La igualdad de esta segunda fase, pues, sí intenta corregir los desequilibrios que se producen en la vida socioeconómica.


4.1.1.3 OTROS QUE OPERAN EN EL CAMPO DE LAS RELACIONES ENTRE NORMAS Y HECHOS, Y ENTRE NORMAS

A diferencia de la irrenunciabilidad de derechos y de la igualdad en sus distintas acepciones, que se desenvuelven en el ámbito de los derechos de los trabajadores, otros principios del Derecho del Trabajo muy conocidos y utilizados, operan en el campo de las relaciones entre las normas y los hechos o entre las normas. Este es el caso del in dubio pro operario, para la interpretación de las normas oscuras en favor del trabajador; la norma más favorable, para la selección de la que conceda más ventajas al trabajador, entre las que incurren en conflicto; y la condición más beneficiosa, para la conservación de las ventajas alcanzadas frente a hipótesis de sucesión normativa de disminución de beneficios. Este último, como veremos después, se mueve mejor frente a derechos de origen no normativo. Todos estos principios serán objeto de análisis en los puntos 4.2.3.1, 4.2.4.3 y 4.2.4.4, respectivamente.


4.2. RELACIONES ENTRE NORMAS Y HECHOS, Y ENTRE NORMAS


4.2.1 EXPLICACION

Las normas son producidas para regular hechos. Pero en esta lógica pueden suceder diversas hipótesis. Ellas están enunciadas en el cuadro adjunto, y son las cuatro siguientes: que no haya norma aplicable, que haya una única, que haya una relacionada con otra o que haya varias a la vez.

Si no hay norma aplicable se configura una laguna y tenemos que acudir a alguno de los métodos de integración que nos permiten construir una respuesta para el hecho. Si hay una única norma aplicable, estamos ante una hipótesis de aplicación bastante sencilla, salvo que su interpretación se dificulte. Si hay una norma relacionada con otra, debemos resolver primero esta relación, para luego aplicar la norma apropiada al hecho. Por último, si hay varias normas simultáneamente aplicables, tenemos una concurrencia no conflictiva entre ellas y, por tanto, se utilizan todas conjuntamente.

En los supuestos tres y cuatro, en los que existe pluralidad normativa, pueden aparecer diferentes tipos de relaciones entre las normas involucradas. Este esquema lo tomamos básicamente de Martín Valverde (1978: 8), quien identifica los vínculos señalados en la columna correspondiente del cuadro, que son: supletoriedad, subsidiariedad, conflicto, complementariedad y suplementariedad. A ellos les añadimos la

RELACIONES ENTRE NORMAS Y HECHOS

Y ENTRE NORMAS



SUPUESTO RELACIONES ENTRE NORMAS Y HECHOS RELACIONES ENTRE NORMAS PRINCIPIO QUE CORRESPONDE
1 NINGUNA NORMA APLICABLE ANALOGIA, INTERPRETACION EXTENSIVA Y PRINCIPIOS GENERALES
2 UNA UNICA NORMA APLICABLE IN DUBIO PRO OPERARIO
3 UNA NORMA APLICABLE RELACIONADA CON OTRA SUPLETORIEDAD
SUBSIDIARIEDAD CONFLICTO
SUCESION

NORMA MAS FAVORABLE
CONDICION MAS BENEFICIOSA
4 VARIAS NORMAS SIMULTANEAMENTE APLICABLES COMPLEMENTARIEDAD
SUPLEMENTARIEDAD


sucesión. En varios de ellos, la característica de la primera norma (no regula, lo hace provisionalmente, de modo incompleto, fijando un mínimo) determina la función de la segunda (sustituye, regula definitivamente, completa, mejora). En los puntos respectivos de este trabajo, vamos a utilizar centralmente los conceptos formulados por este autor.

Pues bien, es en este marco global en el que surgen algunos de los más importantes principios del Derecho del Trabajo, como puede verse en el cuadro. Quedan fuera de él, sólo la irrenunciabilidad de derechos y la igualdad en sus diversas formas.

A todas estas cuestiones nos vamos a referir con más detalle en los puntos que siguen.


4.2.2 NINGUNA NORMA APLICABLE


4.2.2.1 ANALOGIA, INTERPRETACION EXTENSIVA Y
PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO

En el supuesto en que nos ubicamos, el hecho no se encuentra regulado por ninguna norma. A esta situación, la doctrina la denomina laguna. Pues bien, como el juez no puede dejar de administrar justicia por inexistencia de norma aplicable -según le ordena la Constitución, en su artículo 139.8, y otras disposiciones: artículo VIII del Título Preliminar del Código Civil, artículo III del Título Preliminar del Código Procesal Civil y artículo 184.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial-, debe construir una solución específica para el caso que se ha sometido a su conocimiento (y, por tanto, no normativa).

Los instrumentos de que dispone el juez para llevar a cabo la indicada operación, son los llamados métodos de integración. Los preceptos que hemos citado en el párrafo anterior, reconocen como tales a los principios generales del derecho y al derecho consuetudinario. A este respecto, pues, se presentan dos problemas: si ésos son los únicos métodos, debiendo descartarse otros, como la analogía; y si, propiamente, la costumbre constituye uno de ellos.

Empecemos por este último. Ya hemos visto (en el punto 2.3.6), que la costumbre es una norma y que, por consiguiente, cuando aquélla regula un hecho del que otras normas no se habían ocupado (costumbre al margen de las otras normas), no está cumpliendo un papel de integración, porque no hay laguna. La Constitución le atribuye, entonces, equivocadamente tal función.


La analogía y la interpretación extensiva son admitidas generalizadamente por la doctrina y acogidas por la jurisprudencia, como métodos de integración, al lado de los principios generales del derecho. Nuestro ordenamiento no lo hace expresamente, aunque tampoco los rechaza, salvo cuando se pretenda aplicar la analogía para restringir derechos (artículo 139.9 de la Constitución y artículo IV del Título Preliminar del Código Civil), en lo que nos detendremos luego. Pensamos que estos métodos pueden utilizarse válidamente, porque -como los principios generales- no requieren recepción expresa para quedar reconocidos por un ordenamiento (como vimos en el punto 4.1).

Incluso -desde nuestro punto de vista- la analogía y la interpretación extensiva deben preferirse por el juez a los principios generales, por cuanto le permiten encontrar una solución al caso concreto dentro del mismo ordenamiento, sin necesidad de ampararse en los valores que lo informan.

La doctrina distingue entre la analogía y la interpretación extensiva. Hay muchas y muy diversas propuestas de diferenciación, entre las cuales nos resulta más convincente la elaborada por Díez-Picazo (1982: 283). Según este autor, estamos ante la analogía cuando trasladamos la norma de un marco institucional a otro, y ante la interpretación extensiva, cuando nos movemos dentro de su marco institucional, pero ampliamos el supuesto de la norma. En ambos casos debe haber semejanza sustancial entre el elemento no regulado y el regulado, para poder emplear éste para aquél.

Atendiendo al criterio expuesto, hay utilización de la analogía si nos desenvolvemos en instituciones distintas. Por ejemplo, si una norma sobre vacaciones no establece si los días de ausencia por enfermedad se computan como trabajo efectivo para la percepción del beneficio, pero otra referida a la compensación por tiempo de servicios sí considera ese supuesto como computable para este beneficio, y se entiende que hay similitud entre ambos, puede conferirse también para el primero.

En cambio, opera la interpretación extensiva si actuamos en la misma institución. Por ejemplo, si una norma reconoce el derecho a seguro contra accidentes a varios tipos de trabajadores mineros, pero no menciona a uno concreto. Si se constata la identidad entre esos supuestos, puede considerarse al último también comprendido en el beneficio.



Reparemos en que en ninguno de los casos planteados hay oscuridad en la norma sobre su ámbito subjetivo u objetivo. Es más bien claro que hay un elemento no regulado. Es por ello que se produce la laguna y se justifica la integración. No estamos, por consiguiente, frente a una situación que pueda resolverse con la utilización del principio del in dubio pro operario (al que nos referiremos en el punto 4.2.3.1).

Los principios generales del derecho son los criterios fundamentales que inspiran el ordenamiento, a los que el juez debe acudir cuando, además de no haber ninguna norma directamente aplicable, no sea posible tampoco utilizar otra referida a un asunto semejante, mediante la analogía o la interpretación extensiva. Se trata de la función de sustitución de las normas que -como vimos antes: en el punto 4.1- también pueden desempeñar los principios.

Sobre los límites en la utilización de los métodos de integración, ya hemos adelantado que ellos no caben para establecer excepciones o restringir derechos, como señalan los preceptos antes citados de nuestro ordenamiento. Por tanto, si -por ejemplo- hay un sector de trabajadores al que se le excluye de un derecho, como los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía respecto de la sindicación (artículo 42 de la Constitución), debe interpretarse estrictamente el alcance de estas categorías, sin incluir en ellas al personal civil que les presta servicios. O si -por ejemplo- la ley señala taxativamente un listado de hechos que constituyen falta grave (como la hace el artículo 25 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), no puede considerarse incurso en él otro hecho, aunque se parezca a los anteriores.

Finalmente, debemos señalar que el ordenamiento quisiera que las lagunas -cuya existencia no puede evitar- fueran prontamente detectadas y subsanadas. Para estos efectos, ha previsto la siguiente secuencia: si el juez constata que un hecho no está regulado, además de otorgarle una solución específica, debe dar cuenta de esa situación a sus superiores, para que éstos a su vez hagan lo propio con el Congreso, pudiendo ejercer dichos superiores en esa oportunidad su iniciativa legislativa sobre la materia, y aquél regule el hecho a través de una norma. Así está establecido en el artículo X del Título Preliminar del Código Civil y el artículo 21 (y otros) de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Este mismo itinerario debe seguirse cuando existe una norma aplicable, pero es oscura, cuestión que atañe a la interpretación (materia del punto 4.2.3.1). Esto no excluye que el propio Poder Judicial, en supuestos de integración o interpretación, pueda sentar precedentes cuya observancia sea vinculante (abordamos antes este asunto, en el punto 2.3.7).


4.2.3 UNA UNICA NORMA APLICABLE


4.2.3.1 IN DUBIO PRO OPERARIO

En materia de interpretación, la doctrina se divide en torno a si existe un único o varios sentidos correctos en un producto normativo o no normativo (Guastini 2000: 3 y ss.). Para la tesis cognitiva, sólo hay un significado correcto, por lo que la tarea del intérprete es descubrirlo, a través de la indagación por la voluntad del productor. Sólo requieren interpretación los productos oscuros, en los que el significado no aparece a primera vista. Para la tesis escéptica, en cambio, los productos admiten tantos sentidos correctos como métodos válidos de análisis se emplee para determinarlos. La actividad del intérprete consiste en atribuir el significado que a su criterio resulte el más conveniente, conforme a los valores que rigen el sistema. De este modo, la interpretación es una fase indispensable de todo proceso de aplicación de los productos por los organismos jurisdiccionales. Nos inclinamos por esta segunda tesis.

El asunto central en el campo de la interpretación es, pues, cuál de los sentidos posibles se elige y por qué. Las respuestas serán distintas para el caso de los productos normativos y de los no normativos. En el de estos últimos, nuestro ordenamiento contiene reglas respecto de los criterios que deben utilizarse para la interpretación de los actos jurídicos, que consideran el elemento objetivo, el sistemático y el finalista (artículos 168 a 170 del Código Civil). Después indagaremos acerca de si son o no aplicables al Derecho del Trabajo.

En el caso de los productos normativos, la teoría general del derecho propone los elementos desde los cuales debe realizarse la interpretación: el literal, el lógico, el sistemático, el histórico, el sociológico, el teleológico, etc. La principal dificultad está en que las diversas corrientes de pensamiento jurídico acogen criterios distintos para llevar a cabo la interpretación, y éstos pueden conducir a resultados diferentes, todos ellos válidos. En otras palabras, el juez puede atribuir sentidos distintos a la norma si conduce su lectura de ella desde la voluntad del legislador, o el contexto social, o la inserción de la norma en un cuerpo mayor, etc. Ninguno de esos sentidos es incorrecto y sin embargo no puede aplicarlos todos a la vez. El margen de libertad del organismo jurisdiccional es, por tanto, bastante grande.

La situación es todavía más difícil, si un ordenamiento no indica cuáles son los elementos que los organismos jurisdiccionales deben considerar para llevar a cabo la interpretación de las normas y, menos aún, cuál es el orden en que deben acudir a ellos. Este es el caso del nuestro. En éste sólo hay criterios dispersos para ejecutar la tarea interpretativa: el recurso a los tratados sobre derechos humanos para esclarecer el sentido de la Constitución (Cuarta Disposición Final y Transitoria de ésta), ya comentado en el punto 2.3.2; la prohibición de utilizar la analogía -que se suele aplicar también a la interpretación extensiva- para las normas de excepción o de restricción (artículos 139.9 de la Constitución y IV del Título Preliminar del Código Civil), objeto de análisis en el punto anterior; los criterios de favor admitidos para ciertas áreas del derecho, que veremos enseguida; etc.

Distinto es -por ejemplo- el caso del Código Civil español que propone criterios a seguir para la interpretación normativa: el sentido propio de las palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas las normas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas (artículo 3). De este modo, la función jurisdiccional queda mejor orientada en este asunto. Lo mismo sucede en el caso de los tratados, en que diversos instrumentos internacionales regulan los criterios que deben regir su interpretación. Así lo hacen las Convenciones de Viena sobre el Derecho de los Tratados, en sus artículos 31 a 33 comunes: de buena fe, conforme al sentido corriente de los términos en su contexto y teniendo en cuenta su objetivo y fin, aunque cabe acudir a medios complementarios cuando el sentido sea oscuro o absurdo.

En materia laboral tenemos una complejidad adicional. Derivado del carácter protector del ordenamiento se ha formulado un principio de interpretación en favor del trabajador, llamado in dubio pro operario. Tenemos, pues, que determinar cómo se combina este principio específico con los elementos genéricos antes mencionados, para llevar a cabo la interpretación de las normas. A esto nos referiremos más adelante, a propósito de la regulación de ese principio por nuestra Constitución.

El principio del in dubio pro operario enuncia que si una norma le permite a su intérprete varios sentidos distintos, debe elegir entre ellos el que sea más favorable para el trabajador. Tiene sus equivalentes en otras áreas del derecho imbuidas del mismo espíritu: in dubio pro reo, en el Derecho Penal, in dubio contra stipulatorem, como excepción en el Derecho Civil, interpretación a favor del consumidor y, fundamentalmente, in dubio pro hominis, que lleva a preferir el sentido más ventajoso a un derecho de la persona y que podría subsumir a los anteriores.

Respecto de este principio vamos a detenernos en las líneas que siguen, básicamente, en dos cuestiones: si se aplica sólo en supuestos de duda que favorecen al trabajador individual o puede utilizarse también cuando aquélla favorezca a la organización sindical (ámbito subjetivo); y si cabe sólo sobre productos normativos o además se extiende a los no normativos (ámbito objetivo). El análisis lo vamos a hacer conjuntamente, a propósito del cuadro adjunto, en el que planteamos algunos supuestos especialmente importantes.

En el supuesto uno, no hay objeción alguna a la utilización del principio: la duda recae sobre una norma y el sentido favorece al trabajador.

El supuesto dos, no ofrece dificultades respecto del factor objetivo, pero sí del subjetivo. Se trata de una ley, pero el beneficio está dirigido a la organización sindical. Aquí caben dos posiciones: o se rechaza el principio, porque las partes están equilibradas y ya no se justifica un favorecimiento interpretativo, o se admite, porque la paridad puede ser en ciertos países o períodos más teórica que real y, en todo caso, lo que beneficia al colectivo reincide sobre los individuos que lo componen. Nos inclinamos por esta segunda.

En el supuesto tres, como en el uno, tenemos una norma cuyo sentido debe aclararse (cláusula normativa del convenio colectivo) y un trabajador como sujeto favorecido por la interpretación. Es, por tanto, otro caso sencillo de aplicación del principio. El hecho de que haya habido aparente igualdad entre los sujetos al producir la norma (el empleador y la organización sindical), no impide emplear el in dubio pro operario, ya que al momento de la aplicación de la norma resurge la desigualdad (empleador y trabajador).

En el supuesto cuatro, los dos factores fallan, el objetivo porque estamos ante una cláusula obligacional del convenio colectivo y, por consiguiente, frente a un producto no normativo; y el subjetivo porque se beneficia a una organización sindical y no a un trabajador, argumento que en verdad hemos descartado. Por la primera razón, no cabe acudir al principio del in dubio pro operario. Debe utilizarse más bien las reglas sobre la interpretación de los actos jurídicos contenidas en nuestro ordenamiento, que hemos mencionado antes (artículos 168 a 170 del Código Civil). La aplicación supletoria de esta rama no desencaja en este caso, porque hay una tendencial paridad entre los sujetos contratantes del convenio colectivo.

En el supuesto cinco, tampoco tenemos un producto normativo, aunque la interpretación fuera a favorecer al trabajador. El in dubio pro operario queda, por tanto, excluido. Sin embargo, la desigualdad entre las partes del contrato de trabajo (a diferencia de lo que sucede con las del convenio colectivo) es manifiesta, por lo que no cabe utilizar los citados preceptos del Código Civil. Tenemos que favorecer en la
PRINCIPIO DEL IN DUBIO PRO OPERARIO



SUPUESTO DERECHOS NACIDOS DE EN FAVOR DE APLICACION DEL PRINCIPIO

1
LEY

TRABAJADOR
SI

2

LEY
ORGANIZACION SINDICAL
SI

3

CONVENIO COLECTIVO
TRABAJADOR
SI

4

CONVENIO COLECTIVO
ORGANIZACION SINDICAL
NO

5

CONTRATO DE TRABAJO
TRABAJADOR
NO

6

COSTUMBRE
TRABAJADOR
SI


interpretación al contratante débil. Esta finalidad se puede lograr empleando válidamente un principio del Derecho Civil para la interpretación de los actos en que intervienen sujetos dispares: el in dubio contra stipulatorem. Está recogido en el artículo 1401 del Código Civil para los actos preparados unilateralmente por un sujeto, a los cuales el otro simplemente adhiere. La hipótesis es similar a la del contrato de trabajo.

Por último, el supuesto seis es muy semejante al uno o al tres: una norma cuya interpretación favorece al trabajador. La única diferencia es que aquí estamos ante un producto normativo derivado de un hecho y no de un acto. Esto no ofrece ningún problema, pero nos permite hacer una precisión. La costumbre, como hecho que es, debe ser probada en el proceso respectivo por quien la alega (como vimos en el punto 2.3.6). Para estos efectos no cabe la aplicación del in dubio pro operario. Es decir, si la existencia de la costumbre queda en duda, el juez no puede tenerla por cierta en virtud del principio. Debe acudir a las reglas procesales sobre la distribución de la carga probatoria, que pueden brindar favorecimientos al trabajador a través de otros mecanismos, como las presunciones, pero ése es otro asunto. Pero, si la costumbre estuviera acreditada y hubiera duda sobre su sentido, entonces sí podríamos remitirnos al in dubio pro operario para determinarlo, porque ahora sí estamos ante una norma comprobada.

Los supuestos tres y cuatro, en los que teníamos un convenio colectivo como objeto de interpretación, nos llevan a detenernos en los criterios que deben regir la determinación del sentido de los diversos tipos de cláusulas de aquél. Antes nos habíamos remitido a este punto para ello (en el punto 2.3.4). La cuestión es si puede utilizarse unos mismos criterios para la interpretación de los distintos tipos de cláusulas o criterios diferentes para unas y para otras.

En doctrina hay dos tesis a este respecto: la unitaria y la dual. Conforme a la primera, todo el convenio colectivo debe interpretarse con unas únicas reglas, que pueden ser las normativas o una combinación de éstas y las contractuales. De este modo, el principio del in dubio pro operario podría utilizarse sobre ambos tipos de cláusulas. En cambio, la tesis dual propone separar los criterios para la interpretación según las cláusulas correspondientes. Esta es la tesis acogida por nuestro ordenamiento, en el artículo 29 del Decreto Supremo 11-92-TR, Reglamento de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, y con la que hemos resuelto los supuestos tres y cuatro del cuadro.

Para concluir, nos interesa volver al tema antes sólo mencionado de la combinación del principio del in dubio pro operario con los elementos de la interpretación formulados por la teoría general del derecho. Y a este respecto, tenemos que referirnos a la regulación del principio por nuestra Constitución: sólo cabe en caso de duda insalvable (artículo 26.3). Esta expresión ha sido luego copiada por la Ley Procesal del Trabajo (artículo II de su Título Preliminar).

Más allá de lo absurdo de la fórmula de la duda insalvable, porque para resolverla es que la teoría general del derecho ha dotado al juez de variadas herramientas apropiadas, lo claro es que la intención del constituyente es la de relegar la utilización del principio a un último recurso. Estamos, pues, ante una regulación que empobrece el in dubio pro operario.

Creemos que el principio debe emplearse por el juez, toda vez que el significado de las palabras utilizadas por la norma arroje diversos sentidos, y no haya manifiesta incompatiblidad entre el favorecimiento al trabajador y los otros elementos interpretativos aportados por la teoría general del derecho, especialmente con la finalidad de la norma. Esta incompatibilidad se produciría, por ejemplo, en situaciones en que se pretendiera interpretar en favor del trabajador un precepto referido a la huelga en los servicios esenciales, que estuviera puesto en salvaguarda del interés del usuario y no del huelguista; o cuando se quisiera prescindir del cuerpo normativo en el que el precepto está inserto, pese a que éste podría aclarar el sentido de aquél.


4.2.4 UNA NORMA APLICABLE RELACIONADA CON OTRA


4.2.4.1 SUPLETORIEDAD

En la relación de supletoriedad tenemos la norma uno, a la que por ser especial le corresponde regular un hecho pero no lo hace, denominada suplida, y la norma dos, que sí contiene regulación para el hecho, llamada supletoria. Comúnmente, ambas normas se conectan a través de una remisión.

La supletoriedad puede darse como vínculo entre el ordenamiento laboral y otro, o entre dos normas del propio ordenamiento laboral. En el primer caso, lo más frecuente es la relación entre la norma laboral y la civil, tanto en el terreno sustantivo como en el procesal. Aquí, por tratarse de un hecho laboral, es a la primera a la que le compete ocuparse de él. Sin embargo, omite hacerlo. Entonces acudimos a la norma civil, que quizás tenga una regulación genérica sobre el hecho. Si así sucede, la aplicamos supletoriamente.

La remisión entre ambos ordenamientos es expresa entre nosotros a efectos de la utilización supletoria del civil respecto del laboral. Así ocurre, en dirección de la norma civil hacia la laboral, en lo sustantivo, conforme al artículo IX del Título Preliminar del Código Civil; y en doble dirección, de uno a otro ordenamiento y viceversa, en lo procesal: Tercera de las Disposiciones Derogatorias, Sustitutoria y Finales de la Ley Procesal del Trabajo, y Primera de las Disposiciones Complementarias y Finales del Código Procesal Civil.

La aplicación supletoria del ordenamiento civil está condicionada a que no exista incompatibilidad de naturaleza entre los ordenamientos vinculados. Dadas las lógicas distintas -y hasta contrarias- del Derecho del Trabajo y el Derecho Civil, es bastante probable que tal incompatibilidad se produzca, al menos siempre que cada uno se desenvuelva en su situación ordinaria, es decir, el primero tratando a los contratantes como desiguales y el segundo como iguales. En ese caso, no cabe la utilización supletoria de este último. Un ejemplo, es el de la imposibilidad de emplear para la interpretación del contrato de trabajo, las reglas previstas en el Código Civil, para la de los actos jurídicos.

Tampoco es admitida tal supletoriedad, cuando ambas áreas abandonen a la vez su situación ordinaria y adopten la extraordinaria: el Derecho del Trabajo los considere iguales y el Derecho Civil, desiguales. Para mantenernos en el mismo campo de la interpretación, el ejemplo es el de la utilización del principio del in dubio contra stipulatorem, proclamado por el Derecho Civil para favorecer al contratante débil, en el caso de las cláusulas obligacionales del convenio colectivo, con contratantes paritarios.

En cambio, sí cabe la supletoriedad en cuestión si las dos áreas adoptan la misma perspectiva: tratan a los contratantes como iguales o como desiguales coincidentemente. Es claro que una de ellas está dejando su situación ordinaria y asumiendo la extraordinaria. Por ejemplo, acudir al principio del in dubio contra stipulatorem del Derecho Civil, para esclarecer el sentido de una cláusula del contrato de trabajo (los contratantes de ambas áreas son desiguales); o a las reglas sobre la interpretación de los actos jurídicos, establecidas en el Código Civil, para la interpretación de las cláusulas obligacionales del convenio colectivo (los contratantes de ambas áreas son iguales).

Si no es posible utilizar la norma civil supletoriamente, por su oposición de naturaleza, entonces no hay norma aplicable. Estamos frente a una laguna y debemos integrar a través de los métodos admitidos para ello, de lo que nos ocupamos ya en el punto 4.2.2.1.

La supletoriedad puede producirse también entre dos normas del mismo ordenamiento laboral, por ejemplo, un convenio colectivo y una ley. La ley se va a aplicar, entonces, sólo a falta de regulación por el convenio colectivo, por consiguiente, tiene frente a él carácter de derecho dispositivo (opera en defecto de cualquier previsión por aquél: sea mejor, sea peor) o de derecho necesario relativo en su parte dispositiva (actúa si aquél no ha previsto una regulación mejor). Se conoce a la primera como supletoriedad pura y a la segunda como condicionada. Este último es el caso, por ejemplo, de la sobretasa por horas extraordinarias que fija la Ley de Jornada de Trabajo, Horario y Trabajo en Sobretiempo, en su artículo 10, en 25% por lo menos, respecto del valor de la hora ordinaria. Si el convenio colectivo no contiene una regulación superior sobre esa materia, se utiliza supletoriamente la de la ley mencionada. Si se celebra el convenio colectivo estableciendo una sobretasa inferior, es inválido, como vimos en el punto 4.1.1.1; y si la pacta mayor, la supletoriedad desaparece, porque la norma suplida ya no es tal al tener regulación, y surge más bien una relación de suplementariedad, que veremos después (en el punto 4.2.5.2).


4.2.4.2 SUBSIDIARIEDAD

La subsidiariedad es una relación que supone la existencia de una primera norma, a la que llamamos subsidiaria, que regula provisionalmente un hecho, hasta que se dicte o entre en vigencia la segunda, que lo regulará definitivamente. Esta situación es propia de las disposiciones transitorias que suelen establecerse en las sucesiones legislativas.

Así ocurrió durante muchos años en materia procesal laboral, cuando la Constitución de 1979 introdujo el principio de unidad de la función jurisdiccional, previendo la supresión del Fuero Privativo de Trabajo, pero no desde la fecha de dación de la Constitución, sino a partir de la expedición de una futura Ley Orgánica del Poder Judicial.

Lo mismo sucedió conforme a la Disposición Transitoria del Decreto Legislativo 855, modificatorio de la Ley de Fomento del Empleo. En virtud de aquélla, la propia subsistencia unitaria de esta última norma se convirtió en subsidiaria, en tanto se produjera su separación en dos nuevas leyes (de Formación y Promoción Laboral, de un lado, y de Productividad y Competitividad Laboral, del otro), que ya se han expedido.




4.2.4.3 CONFLICTO. NORMA MAS FAVORABLE

El conflicto entendido en sentido amplio engloba -según Martín Valverde (1978: 25)- dos supuestos distintos: la contradicción y la divergencia. Podemos distinguirlos a partir de dos factores: el tipo de normas y los efectos de su concurrencia.

Atendiendo al tipo de normas confrontadas, debemos diferenciar, a su vez, el origen y ámbito de ellas. De un lado, el origen puede ser internacional (como el tratado), estatal (como la ley y el reglamento), profesional (como el convenio colectivo y el reglamento interno de trabajo) o social (como la costumbre). De otro lado, el ámbito puede ser general o especial (uno de alcance mayor que el otro, por ejemplo, internacional respecto de nacional, nacional respecto de regional, o de rama de actividad respecto de empresa).

Pues bien, sólo si el origen y el ámbito son iguales hay una contradicción entre las normas. Por ejemplo, si la colisión se produce entre dos leyes especiales (que regulan hipotéticamente la edad de jubilación de los trabajadores de la actividad minera). En el caso de que haya coincidencia en uno de los elementos pero discordancia en el otro (origen igual y ámbito distinto, por ejemplo) o de que ambos sean distintos (origen y ámbito a la vez), se produce una divergencia. Por ejemplo, una concurrencia entre una ley general y otra especial, en el primer caso, o una ley general y un convenio colectivo de empresa, en el segundo.

Esto nos lleva al segundo factor mencionado al inicio: los efectos de la concurrencia. En el supuesto de la contradicción, la discrepancia entre las normas conduce a la eliminación de una de ellas y, por tanto, a la supresión del propio conflicto. En el de la divergencia, en cambio, lleva sólo a la inaplicación de una de las normas para el caso concreto, pero la deja subsistente en el ordenamiento. Por esto, el autor citado al comienzo, considera que el conflicto en sentido estricto equivale a la divergencia y con esta acepción lo vamos a trabajar en este punto.

La contradicción es, más bien, una vía de derogación o modificación de una norma por otra. Así está concebida por nuestro Código Civil, en el artículo I de su Título Preliminar, al lado de la declaración expresa y de la regulación íntegra de la materia de la antigua norma por la nueva. Nos remite, por tanto, al tema de la sucesión que abordaremos en el punto 4.2.4.4.

El conflicto se produce, pues, cuando dos o más normas regulan simultáneamente el mismo hecho, de modo incompatible entre sí. En tal hipótesis, el problema central es el de la selección de la norma aplicable: cuál se escoge y por qué.

Esta cuestión se ha planteado en la teoría general del derecho, que ha propuesto tres criterios sucesivos para la determinación de la norma aplicable: la jerarquía, la especialidad y la temporalidad. De este modo, si las normas divergentes tienen rango distinto, debe preferirse la superior sobre la inferior; si su rango es el mismo, la escogida debe ser la de alcance especial sobre la general; pero si tienen igual ámbito, ambas especiales o ambas generales, debe preferirse la posterior sobre la anterior.

En el Derecho del Trabajo, a su vez, se ha formulado un principio específico para la hipótesis del conflicto: la norma más favorable. Así, cuando dos normas regulen incompatiblemente el mismo hecho, debe seleccionarse la que conceda más ventajas para el trabajador. Hasta qué punto este principio prescinde de los criterios antes enunciados o, en todo caso, cómo se combina con ellos, vamos a tratarlo más adelante.

Como ha resaltado Bobbio (2002: 201 y ss.), los verdaderos problemas se presentan cuando, además de darse un conflicto entre las normas, llamado de primer grado, se produce un conflicto entre los criterios de solución de conflictos, denominado de segundo grado. De este modo, por ejemplo, según el criterio de jerarquía debería preferirse una de las normas, pero conforme al de temporalidad la otra. Vamos a ocuparnos de este asunto a propósito del desarrollo del cuadro propuesto enseguida.

Antes queremos formular una precisión respecto del supuesto en que opera el principio de la norma más favorable. Ya hemos dicho que, conforme a la posición doctrinaria en que nos inscribimos, tal supuesto es el de conflicto. Sin embargo, hay otra tesis en doctrina que extiende la utilización del principio no sólo al caso de regulación simultánea e incompatible de un hecho por dos normas, sino también al de establecimiento de un piso por una norma que otra mejora. Nosotros pensamos que en este último caso se aplica ambas normas a la vez, constituyendo una suplementariedad, como veremos después (en el punto 4.2.5.2). Por ejemplo, si una ley de derecho necesario relativo fija un beneficio en 100 y permite, por tanto, su incremento por el convenio colectivo, que eleva ese beneficio a 200, no es que se aplique sólo éste, por ser el mejor, sino que se suma ambos: de los 200 concedidos por el convenio colectivo únicamente 100 derivan de él, ya que los otros 100 proceden de la ley.

Podemos distinguir los supuestos de conflicto de los de suplementariedad, según el carácter del beneficio que está doblemente regulado por las normas. Tal carácter puede ser cuantitativo, simple o complejo, en este último caso, con ventajas en serie o alternadas; o cualitativo. Un beneficio cuantitativo simple, se da cuando hay un único concepto y es traducible numéricamente: por ejemplo, una asignación por escolaridad. Es cuantitativo complejo, cuando intervienen dos o más conceptos, igualmente traducibles numéricamente: por ejemplo, el número de dirigentes sindicales y de horas semanales en que cada uno disfruta de licencia sindical. Hay ventajas en serie, si en ambos factores una norma es mejor que la otra; y ventajas alternadas, si en un factor su beneficio es mayor, pero en el otro menor. Y, por último, el beneficio es cualitativo cuando no es traducible numéricamente: por ejemplo, el carácter absoluto o relativo de la estabilidad laboral.

Ahora bien, cuando las normas concurrentes otorgan beneficios cuantitativos simples o complejos con ventajas en serie, hay entre ellas una relación de suplementariedad; y si los beneficios concedidos son cuantitativos complejos con ventajas alternadas o cualitativos, hay un conflicto.

Hecha esta aclaración, pasamos a analizar los límites del principio de la norma más favorable: si actúa toda vez que se suscite un conflicto entre las normas o deben descartarse algunos supuestos. Para estos efectos, nos remitimos a los tres tipos de límites que identifica Camps Ruiz (1981: .99): materiales, instrumentales y aplicativos.

Los límites materiales se refieren a que las normas incompatibles que regulan a la vez el mismo hecho, deben ser válidas en cuanto a su producción conforme a las reglas previstas por el ordenamiento. Si una de ellas es inválida, debe eliminarse o inaplicarse, según el medio de control que se utilice (sistema concentrado o difuso, respectivamente) y con ello se suprime el propio conflicto, quedando una única norma aplicable, independientemente de que sea la más favorable o no. Esto ocurre, por ejemplo, si un decreto de urgencia paraliza la vigencia de un convenio colectivo, de modo inconstitucional; en ese caso, el primero debe suprimirse del ordenamiento, por lo que permanece sólo el segundo. Asimismo, si en una negociación colectiva articulada se ha asignado una materia al convenio colectivo de empresa y, sin embargo, la regula también el de rama de actividad. Este ha transgredido la competencia y es, por consiguiente, inválido.

Los límites instrumentales aluden a los tipos normativos entre los que puede producirse un conflicto y los casos en que éste será resuelto con el principio de la norma más favorable. Para estos efectos nos remitimos al cuadro adjunto, en el que se identifica los supuestos más importantes.

PRINCIPIO DE LA NORMA MAS FAVORABLE



SUPUESTO CONFLICTO ENTRE NORMAS APLICACION DEL PRINCIPIO

1

ESTATALES DE DISTINTO RANGO
NO

2

ESTATALES DEL MISMO RANGO
NO

3

ESTATALES Y PROFESIONALES
SI

4

PROFESIONALES
SI

5

NACIONALES E INTERNACIONALES
SI

6

INTERNACIONALES
SI

7

NACIONAL Y EXTRANJERA
NO


En el supuesto uno las normas incompatibles son, por ejemplo, la ley y el reglamento. Como éste está sujeto a aquélla, a la que no puede transgredir ni desnaturalizar, según lo dispone el artículo 118.8 de la Constitución, incurre en invalidez al regular el mismo hecho de modo discrepante. Por tanto, en virtud de los límites materiales a que aludimos antes, el reglamento debe eliminarse, aunque sea más favorable para el trabajador. La regla de la jerarquía opera rígidamente en este caso.

En el segundo supuesto entran en conflicto dos normas del mismo rango y, por tanto, debemos preguntarnos según la teoría general del derecho, si hay alguna especial y otra general, para preferir aquélla sobre ésta, y si no la hay, cuál es la posterior, a fin de seleccionarla. La cuestión aquí es la de si hay espacio para la aplicación del principio de la norma más favorable. Desde nuestro punto de vista no, pero hagamos un análisis más preciso de las diversas situaciones. Con esta finalidad, vamos a identificar ocho subsupuestos, que combinan la especialidad (E/G), la temporalidad (1/2) y la favorabilidad (+/-). La combinación es la siguiente:


NORMAS ESTATALES DEL
MISMO RANGO:
SUBSUPUESTOS
CASO 1 2
2A G+ G-
2B G- G+
2C E+ E-
2D E- E+
2E G+ E-
2F G- E+
2G E+ G-
2H E- G+


En el subsupuesto 2A, una ley general que otorgaba un beneficio es sustituida por otra que lo rebaja o elimina. Por ejemplo, se reconocía a todos los trabajadores un día feriado, que luego se recorta a medio día. Hay una modificación de la antigua ley por la nueva y, por tanto, no cabe la actuación del principio. Como la sucesión es de disminución, podría sostenerse la vigencia de los derechos adquiridos desde esa teoría, como veremos en el punto 4.2.4.4.

En el subsupuesto 2B, hay también una sucesión, aunque aquí es de mejora. El ejemplo podría darse al revés. No hay espacio tampoco para el principio.

Los subsupuestos 2C y 2D son equivalentes a 2A y 2B, respectivamente, pero con leyes especiales en vez de generales. Ya no se regula a todos los trabajadores, sino sólo a los de la industria textil, por ejemplo. Si no estamos ante un caso de discriminación, en el que debería eliminarse la norma infractora del principio de igualdad ante la ley, la solución debe ser la misma que la de 2A y 2B.

En el subsupuesto 2E no hay modificación de la ley general por la especial, pero ésta le sustrae un aspecto a la anterior: por ejemplo, una categoría de trabajadores que ya no disfruta de un beneficio. Hay un conflicto entre criterios: los de especialidad y temporalidad apoyan a la nueva ley y el de favorabilidad a la anterior. Difícilmente pueda preferirse a aquélla sobre ésta, aunque sea la más favorable, contra la voluntad expresa del legislador.

En el subsupuesto 2F sucede lo contrario: la ley general establece una jornada para todos los trabajadores durante todo el año de 8 horas diarias y la especial la rebaja para los bancarios en el verano a 6. Todos los criterios sustentan a la segunda norma.

En el subsupuesto 2G, la ley general fija para todos los trabajadores un beneficio en un monto menor al que una ley especial se lo otorgaba a los de construcción civil, por ejemplo. Hay un conflicto entre los criterios de especialidad y favorabilidad, de un lado, y temporalidad, del otro. Como la norma general no deroga o modifica a la especial, salvo que lo disponga expresamente, debe preferirse respecto de estos últimos trabajadores, la primera norma por ser la especial y, encima, la más favorable.

Por último, en el subsupuesto 2H, ocurre que la ley especial -por ejemplo- impone a los trabajadores cuyas remuneraciones son más altas una contribución mayor (todos aportan 5% y éstos aportan 7%), y la general fija luego la contribución de todos los trabajadores en 6%. Si no hay modificación de la primera por la segunda, que requiere declararse expresamente, se suscita un conflicto entre criterios: por una parte, el de especialidad y, por la otra, los de temporalidad y favorabilidad. En nuestra opinión, debe prevalecer aquél sobre éstos.

Volvamos ahora a los supuestos del primer cuadro. Hemos estudiado los casos uno y dos. Veamos enseguida el tres. Aquí tenemos, por ejemplo, el conflicto entre una ley y un convenio colectivo. Recordemos lo antes expuesto acerca de la diferencia entre la suplementariedad y el conflicto, porque entre estos dos tipos normativos se producirá más frecuentemente aquélla que éste. Pero si tuviéramos un conflicto, deberíamos también ubicarnos en los distintos subsupuestos posibles, donde intervienen la ley y el convenio colectivo (L/C), en relación a su temporalidad (1/2) y su favorabilidad (+/-).


NORMAS ESTATALES Y
PROFESIONALES:
SUBSUPUESTOS
CASO 1 2
3A L+ CC-
3B L- CC+
3C CC+ L-
3D CC- L+


En el subsupuesto 3A, la ley otorga un beneficio, por ejemplo, la estabilidad laboral absoluta, que el convenio colectivo disminuye, sustituyéndola por la estabilidad laboral relativa. En ese caso, el convenio colectivo es inválido por infringir una norma estatal imperativa, aunque no hay propiamente renuncia de derechos, como vimos antes (punto 4.1.1.1).

En el subsupuesto 3B, ocurre lo opuesto: la ley crea una comisión paritaria en las empresas para atender las controversias entre las partes, con atribuciones consultivas, y el convenio colectivo le confiere potestades resolutivas. Es perfectamente válido y prevalece el convenio colectivo por ser la norma más favorable.

En el subsupuesto 3C, el convenio colectivo había establecido un beneficio, que luego la ley rebaja. No hay derogación ni modificación entre ellas, porque su origen y ámbito son diversos. Si la ley es un máximo de derecho necesario o derecho necesario absoluto, y a su vez no resulta inconstitucional por afectar la autonomía colectiva, como probablemente sucederá, debe preferirse aquélla, suspendiendo la aplicación del convenio colectivo. No puede, en esa hipótesis, imponerse el convenio colectivo por ser la norma más favorable. Si la ley es inconstitucional, debe eliminarse, subsistiendo sólo el convenio colectivo, que será finalmente la única norma aplicable. No opera, pues, estas hipótesis el principio en cuestión. Sí cabría, sin embargo, si la ley no fuera de máximos.

Por último, en el subsupuesto 3D, un beneficio menor de un convenio colectivo, es después mejorado por la ley. Por ejemplo, aquél establecía que los dirigentes sindicales tenían permiso para desarrollar su labor, pero debían justificar en qué utilizaron las horas concedidas, y la ley suprime esta necesidad. El convenio colectivo no es modificado, pero sí queda desplazado por la ley, mientras ésta se encuentre vigente, por ser más favorable. Sólo recobraría su aplicación si ésta se derogara o se modificara por una nueva regulación inferior.

En nuestro ordenamiento, la Ley 27735 sobre gratificaciones -por ejemplo- prevé en su artículo 8 la utilización del principio de la norma más favorable, si aquélla entrara en concurrencia con un convenio colectivo que concediera ventajas mayores. Este podría ser, pues, un caso de aplicación de los subsupuestos 3C ó 3D.

Volvamos otra vez al cuadro general. En el supuesto cuatro, se produce un conflicto entre dos normas profesionales. Los casos típicos son los de un convenio colectivo de rama de actividad y otro de empresa, o entre un convenio colectivo y un reglamento interno de trabajo. En el primero, como ya vimos (en el punto 2.3.4), nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo adopta expresamente -en su artículo 45- el principio de la norma más favorable como criterio de solución, escogiendo además la unidad de comparación: teoría del conjunto, a la que nos referiremos después, a propósito de los límites aplicativos. En el segundo caso, debe preferirse también la norma que otorgue mayores beneficios, al margen de su rango, que como sabemos es superior en subnivel en el convenio colectivo.

En el supuesto cinco, ocurre un conflicto trabajado antes (en el punto 2.3.2), por ejemplo, entre un tratado y una ley (o la propia Constitución). Vamos a esquematizarlo del modo siguiente, utilizando los mismo factores que en los casos anteriores: ley y tratado (L/T), temporalidad (1/2) y favorabilidad (+/-).


NORMAS ESTATALES E
INTERNACIONALES:
SUBSUPUESTOS
CASO 1 2
5A L+ T-
5B L- T+
5C T+ L-
5D T- L+

En el subsupuesto 5A, la ley otorga un beneficio y luego se incorpora al derecho interno un tratado que lo establece menor. El criterio de jerarquía llevaría a seleccionar al tratado y el de favorabilidad a la ley. Pensamos que ésta debe preferirse por ser la norma más favorable, más allá del rango de cada una. Así lo prevén los propios tratados, como los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 5.2 común), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 29, inciso b), su Protocolo Adicional en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 4) y la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (artículo 19.8). Los términos son similares: no podrá admitirse restricción o menoscabo de los derechos humanos reconocidos en un país por leyes u otras normas, a pretexto de que el tratado no los reconoce o los reconoce en menor grado.

En el subsupuesto 5B, el tratado que se aprueba y ratifica estando ya vigente la ley (hasta aquí, como en el subsupuesto anterior), más bien la mejora. En este caso -y suponiendo que no ha habido derogación o modificación expresa de la ley- debe prevalecer el tratado. La razón estará comúnmente en que tiene un nivel o subnivel superior y, aunque lo tuviera igual, en que es la norma posterior. Además, es la norma más favorable.

En el subsupuesto 5C, el tratado no puede dejarse sin efecto por la ley si no hay previa denuncia. Si ésta no se ha dado, debe preferirse aquél. Es claro para el Derecho Internacional Público que un Estado no puede invocar su derecho interno para justificar el incumplimiento de un tratado. Esta es la fórmula que adoptan las Convenciones de Viena sobre el Derecho de los Tratados, en su artículo 27 común.

Por último, en el subsupuesto 5D, tampoco podría la ley dejar sin efecto al tratado, pero conforme a los preceptos citados en el subsupuesto 5A, los propios tratados ceden su preferencia en estos casos. Por tanto, debe aplicarse la ley por ser la norma más favorable.

Retomando los supuestos, nos centramos en el sexto: conflicto entre dos tratados. En esta hipótesis excepcional, también opera el principio de la norma más favorable. Un caso de este tipo está previsto expresamente en materia de libertad sindical. Podría suceder que un Estado hubiera ratificado el Convenio Internacional del Trabajo 87, sobre esa materia, y luego lo hiciera con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que también la regula, pero en grado inferior: con menores garantías y mayores restricciones. Pues bien, el propio Pacto Internacional dispone en su artículo 8.3, que en tal caso se prefiere el convenio internacional mencionado.

El último supuesto, el sétimo, es el del conflicto entre una norma nacional y otra extranjera (que también puede darse entre dos extranjeras). Esto nos remite a la cuestión de la vigencia de las normas laborales en el espacio, que ya hemos abordado (en el punto 3.1). Si para determinar la ley aplicable a una relación laboral internacional que se hubiera ejecutado en varios países, nos tenemos que remitir a la ley del lugar de celebración -siguiendo la regla del artículo 2095 del Código Civil, utilizable a falta de tratado-, nos parece que no hay espacio para el empleo del principio, ya que se requeriría alterar la secuencia de supletoriedades prevista por dicha norma: entre la diversas leyes del lugar de cumplimiento, se tendría que elegir la más ventajosa, sin pasar a la ley del lugar de celebración.

En síntesis, de lo expuesto puede apreciarse que las relaciones de jerarquía son rígidas al interior del bloque de normas estatales, pero son flexibles -y, por tanto, admiten el juego de la favorabilidad- en el conflicto entre normas de dicho bloque y las de los bloques internacional, profesional o social o entre éstos.

Finalmente, entramos al análisis de los límites aplicativos. De lo que se trata es de determinar la unidad de comparación entre las normas en juego. Hay tres teorías al respecto, la que propone el cotejo global, de cada norma completa con su equivalente (teoría del conjunto); la que lo sugiere por instituciones (teoría de la inescindibilidad); y la que lo realiza aspecto por aspecto de cada institución (teoría de la acumulación). Vamos a estudiar las diferencias prácticas entre todas ellas.

El ejemplo común desde el cual vamos a contrastar los diversos efectos de las tres teorías es el siguiente. Tenemos una ley y un convenio colectivo. La primera concede tres beneficios: asignación familiar, seguro de vida y licencias por asuntos personales, a los que conoceremos como beneficios A, B y C, respectivamente; y el convenio colectivo reconoce dos, seguro de vida y reintegro vacacional, denominados en adelante beneficios B y D, respectivamente. Observemos que el único punto en verdad regulado a la vez por ambas normas es el B. Allí tendría, pues, que estar la incompatibilidad.

La teoría del conjunto compara íntegramente toda la ley con todo el convenio colectivo, y elige la norma globalmente más ventajosa. Si se escoge la ley, los trabajadores reciben A, esa B y C, pero pierden B del convenio colectivo y D otorgado por éste. A la inversa, si se selecciona el convenio colectivo, conservan esa B y D, pero dejan los beneficios conferidos por la ley: A, su B y C. El resultado no puede ser más injusto. Es la teoría recogida por nuestra Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo -como ya dijimos- para la comparación entre convenios colectivos de distinto nivel que entren en conflicto. En este campo, sin embargo, nos parece razonable su recepción, por cuanto estas normas nacidas de la autonomía colectiva suponen delicadas armonías entre los beneficios acordados y no acordados, que deben ser respetadas.

La teoría de la inescindibilidad se centra en la única institución sobre la cual hay superposición de regulaciones: B. Todas las demás se mantienen: A y C de la ley, y D del convenio colectivo. Y respecto de B, elige la regulación mejor y descarta la otra: o la de la ley o la del convenio colectivo. Es la más equilibrada y, por tanto, la más aceptada.

Por último, la teoría de la acumulación se dirige también a la institución respecto de la que surge la incompatibilidad: B, dejando -como la anterior- subsistentes todas las otras: A y C de la ley, y D del convenio colectivo. Pero a propósito de la institución controvertida, entra al análisis de los aspectos de cada regulación; y si encuentra alternadamente aspectos mejores en la ley (por ejemplo, B1 y B3) y mejores en el convenio colectivo (por ejemplo, B2), los suma todos. De este modo, no da el beneficio B ni de la ley ni del convenio colectivo, sino que construye una regulación distinta, combinando las anteriores. Destruye las unidades orgánicas y, por ello, aunque pueda ser la más ventajosa, no disfruta de buena acogida.

Para terminar, una sucinta mención a la recepción del principio de la norma más favorable por nuestro ordenamiento. No la tiene a nivel constitucional, pero sí a nivel legislativo, tanto en fórmula general (artículo II del Título Preliminar de la Ley Procesal del Trabajo), como en diversos casos, como el de la Ley 27735 sobre gratificaciones, que citamos anteriormente.


4.2.4.4 SUCESION. CONDICION MAS BENEFICIOSA

La sucesión comprende dos figuras: la derogación y la modificación. Por la primera, la regulación antigua se elimina sin reemplazarse por otra. Por la segunda, la nueva regulación sustituye o añade a la anterior. Ambas pueden ser totales o parciales (Cárdenas Quirós 1999: 33 y ss.). Tanto el producto anterior, del cual nació el derecho, como el posterior, que lo va a dejar sin efecto, pueden ser normativos o no normativos. A su vez, el sentido de la sustitución puede ser de mejora o de disminución. El problema central se presenta en una hipótesis de sucesión de disminución, respecto de los beneficios que venían disfrutando los trabajadores antiguos, y que ahora se rebaja o suprime, y es el de saber si tienen derecho a retenerlos o no. En todo este tema hay que tener en cuenta lo expuesto sobre vigencia en el tiempo de los productos normativos o no normativos, en el punto 3.2.

Para hacer frente a esa hipótesis se ha construido el principio de la condición más beneficiosa, que permite al trabajador mantener la ventaja alcanzada. Si este principio comprende sólo a los derechos de origen no normativo, o también a los surgidos de productos normativos, es asunto controvertido en doctrina, como veremos luego.

En el cuadro adjunto ofrecemos un esquema de las combinaciones posibles de productos que crearon primero, y suprimieron luego, los derechos en discusión. El análisis de cada uno de los supuestos lo vamos a realizar en las líneas que siguen.

Antes, debemos precisar que cuando nos referimos a que el derecho nace de o se suprime por un producto no normativo, pensamos -si surge de un acto- que puede ser unilateral o bilateral: en el primer caso estamos ante una concesión del empleador, y en el segundo, ante un acuerdo entre éste y el trabajador; y -si nace de un hecho- tenemos lo que la doctrina llama la consolidación por el transcurso del tiempo: un beneficio que se convierte en obligatorio por su otorgamiento reiterado a un trabajador o algunos, que sean concretos y determinados. Y cuando decimos que nace de o se suprime por un producto normativo, aludimos -sobre todo- a la ley o el convenio colectivo, en el caso de los originados en un acto, y a la costumbre, en el de los generados por un hecho.

La doctrina coincide en que los derechos surgidos de productos no normativos se incorporan al contrato de trabajo. Esto sucede no sólo respecto de los beneficios creados por el propio contrato, sino también de los derivados de una concesión unilateral del empleador o de un comportamiento repetido entre las partes. Todos ellos se introducen al catálogo de derechos y obligaciones de los sujetos de la relación individual de trabajo. Propiamente, estamos ante derechos adquiridos.

En el supuesto uno, por tanto, el beneficio en cuestión, al formar parte del contrato, ya no puede dejarse sin efecto por un acto unilateral del empleador. Si éste pretende hacerlo, el trabajador puede oponerle el principio de la condición más beneficiosa, para conservar el beneficio obtenido. Pero tal protección no impide que por un acto bilateral posterior se suprima dicho beneficio.

En el segundo supuesto, el derecho nace también de un producto no normativo, pero se busca eliminarlo por una vía normativa. Aquí, se admite la extinción si se prefiere el interés colectivo (en caso de

PRINCIPIO DE LA CONDICION MAS BENEFICIOSA




SUPUESTO

DERECHO NACIDO
DE PRODUCTO

DERECHO SUPRIMIDO
POR PRODUCTO

1

NO NORMATIVO
NO NORMATIVO

2

NO NORMATIVO
NORMATIVO

3

NORMATIVO
NO NORMATIVO

4

NORMATIVO
NORMATIVO


que la norma sea un convenio colectivo) o público o social (en caso de que la norma sea la ley), y se rechaza si se prefiere el individual. En nuestro ordenamiento, dado el artículo 62 de la Constitución, interpretado por la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, el contrato es intangible frente a la ley posterior, cuando la anterior se hubiera incorporado expresamente a aquél, por lo que en tal situación prevalece el interés individual. En ese caso el contrato no se adapta a la innovación normativa, sea ésta mejor, sea peor. Respecto del convenio colectivo, el asunto es más complejo. Si éste contiene una regulación más ventajosa, debe aplicarse inmediatamente, porque ese mandato deriva de la fuerza vinculante que le reconoce la Constitución, en su artículo 28.2. Si su regulación es inferior, cabría sostener las dos tesis: la resistencia del contrato a la modificación de disminución o su sometimiento a ésta. En todos los casos en que se admita la supervivencia del contrato frente a la norma posterior, estamos ante aplicaciones del principio de la condición más beneficiosa.

En el supuesto tres, el derecho surge de un producto normativo y se quiere dejar sin efecto por otro no normativo. Ello es claramente inadmisible si aquél tiene carácter imperativo, y sólo es aceptable si su naturaleza es dispositiva. No tiene aquí utilización el principio que venimos analizando.

Por último, en el supuesto cuatro tenemos una sucesión normativa de disminución: el beneficio lo produce una norma y otra siguiente lo suprime. Debe quedar claro que estamos ante acontecimientos del mismo origen y ámbito, y con el rango necesario (por ejemplo, dos leyes especiales entre sí o dos convenios colectivos de empresa entre sí), para que haya derogación o modificación de uno por el otro. Ya hemos visto que la doctrina discrepa de la solución a este caso, según acoja la teoría de los derechos adquiridos o de los hechos cumplidos. La primera permite retener la ventaja lograda porque considera que la norma que la concede se ha incorporado al contrato y éste ya no se afecta por la modificación posterior de tal norma. Constituye el fundamento que requiere el principio de la condición más beneficiosa para operar en este campo. La segunda, impone la aplicación inmediata de la nueva norma, aun cuando disminuya el beneficio respecto de la anterior, porque estima que las normas regulan las relaciones desde afuera y, por ello, sus sustituciones sí inciden sobre éstas. Ya dijimos antes que ésta es la que rige en nuestro ordenamiento, con ciertas excepciones.

Una cuestión a dilucidar en cualquiera de los supuestos en el que se sostenga el derecho a conservar el beneficio obtenido, es la de cuándo se adquiere un derecho. Ojeda Avilés (1982: 36) identifica tres posiciones al respecto: para la primera, basta que la relación laboral se haya constituido cuando estaba vigente la norma derogada; para la segunda, es necesario que además se haya producido el supuesto de hecho, previsto por esa norma; y para la tercera, se requiere incluso que se haya comenzado a disfrutar del beneficio, antes de su supresión.

Veamos las diferencias entre las tres posiciones resumidas, a partir de un ejemplo sobre el derecho a vacaciones. Como sabemos, conforme con la Ley sobre Descansos Remunerados, es indispensable alcanzar un número de días de prestación efectiva de servicios en un año, para obtener el derecho al descanso remunerado por vacaciones. Ese período, conocido como récord vacacional, es de 260 días. Las vacaciones podrán disfrutarse durante uno de los meses del año siguiente. En nuestro caso hipotético, la nueva norma reduce el descanso de 30 a 15 días, y el pago proporcionalmente.

Pues bien, para la primera posición, si el trabajador ingresó a la empresa cuando estaba vigente la norma que establecía el indicado régimen (260 días de trabajo efectivo en un año y 30 días de descanso remunerado en el año siguiente), tiene derecho a mantenerse en él aunque éste se modifique antes de alcanzar el récord y disfrutar de las vacaciones. Para la segunda, el trabajador sólo adquiere el derecho establecido por la norma antigua, si se produjo el supuesto (cumplimiento del récord), previamente a la modificación normativa, aunque no se hubiera iniciado el disfrute de las vacaciones. Y para la tercera, el trabajador debe haber comenzado su descanso vacacional, para que la indicada reducción del derecho no lo afecte. La más equilibrada nos parece la intermedia. Esta es la acogida por el Tribunal Constitucional en las sentencias expedidas en los procesos por inconstitucionalidad del Decreto Ley 25967 y el Decreto Legislativo 817 -que reseñamos en el punto 3.2-, específicamente en el fundamento 11 de la sentencia sobre la primera norma y el fundamento 19 de la sentencia sobre la segunda.

La recepción del principio de la condición más beneficiosa por nuestro ordenamiento actual, es bastante oscura. Tradicionalmente, tanto respecto de beneficios nacidos de productos no normativos como normativos, se respetó los derechos adquiridos, en supuestos de sucesión de disminución. Así lo establecían las nuevas normas en sus disposiciones transitorias. Pero en los últimos años, se ha adoptado regulaciones contradictorias, que nos dejan sin poder determinar si la condición más beneficiosa sigue siendo un principio entre nosotros, aun en el caso de los derechos de origen no normativo.

Nos explicamos. De un lado, se ha dictado diversas disposiciones que han defendido -en algunos casos de modo radical- la conservación de las ventajas anteriores. Esto es lo ocurrido cuando por la Ley de Fomento del Empleo se dejó sin efecto el régimen de estabilidad laboral previsto por la Ley 24514. La Segunda Disposición Transitoria y Final de la primera norma citada, permitió a los trabajadores antiguos permanecer sujetos a la antigua regulación, incluso respecto de derechos que difícilmente pueden considerarse adquiridos: ellos retienen la relación original de conductas consideradas como falta grave, así como el derecho a reclamar su reposición en el empleo y no sólo el pago de una indemnización ante un eventual despido injustificado; supuestos ambos futuros e inciertos. Asimismo, es la línea en la que va la Constitución vigente, en su artículo 62 ya antes tratado (en el punto 3.2.), para los beneficios de origen contractual y en su Primera Disposición Transitoria y Final, en lo específicamente referido a materia pensionaria, para los beneficios de origen normativo.

Pero, de otro lado, disposiciones de signo opuesto han tolerado la anulación de beneficios, hasta de los nacidos de productos no normativos, afectando el reducto unánimemente reservado por la doctrina al principio de la condición más beneficiosa. Este es, por ejemplo, el caso de la Ley de Jornada de Trabajo, Horario y Trabajo en Sobretiempo, con antecedentes en el Decreto Ley 26136, cuando admite que el empleador pueda ampliar unilateralmente hasta las 8 horas diarias o 48 semanales, la jornada de trabajo que hubiera sido antes reducida por un producto no normativo (artículo 3). Hay que descartar de plano la interpretación de que tal proceder sería posible incluso si el beneficio hubiera nacido de un convenio colectivo, porque en ese caso la inconstitucionalidad del precepto sería manifiesta. El Decreto Supremo 8-97-TR, Reglamento de la mencionada ley, lo prohibe expresamente en su artículo 6.

En materia de Seguridad Social, los ejemplos se multiplican, a veces, infringiendo abiertamente la Constitución: Decreto Ley 25967, que extendió a veinte los años de aportación necesarios para la jubilación, comprendiendo a quienes ya habían llegado a la cifra exigida por la norma anterior (quince para los varones y trece para las mujeres) e incluso habían iniciado el trámite para la obtención de la pensión correspondiente (artículo 1 y Unica Disposición Transitoria); o el Decreto Legislativo 817, que permite a una entidad administrativa revisar las incorporaciones o reincorporaciones de trabajadores al régimen pensionario del Decreto Ley 20530, aun cuando hubieran surgido de resoluciones judiciales o administrativas firmes (artículos 4 y 5). Por estos motivos, el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales varios preceptos de estas normas, en sendas sentencias ya referidas.

Del cruce de todos los preceptos citados, no parece posible concluir, respecto del principio en cuestión, otra cosa que la incoherencia del ordenamiento, que a veces recoge con énfasis extremo una tesis y otras adopta del mismo modo la contraria.


4.2.5. VARIAS NORMAS SIMULTANEAMENTE APLICABLES


4.2.5.1 COMPLEMENTARIEDAD

En la relación de complementariedad, la norma uno tiene como característica dejar incompleta la regulación del hecho, razón por la cual la función que cumple la norma dos es la de completarla. Ambas se vinculan a través de una remisión.

Esta forma de relación puede darse básicamente entre normas estatales de igual o distinto rango, entre éstas y las internacionales o profesionales o sociales, o entre normas profesionales, o entre éstas y las sociales. Veamos algunos ejemplos.

Entre normas estatales, hay complementariedad entre dos leyes o entre una ley y su reglamento. El primer caso es, por ejemplo, el nexo que surge entre la Ley Procesal del Trabajo y el Código Procesal Civil respecto de algunas materias: la demanda será improcedente cuando no reúna los requisitos de procedibilidad señalados en la primera y en el segundo a la vez; y los medios probatorios que se puede ofrecer en el proceso laboral son todos los previstos en el Código Procesal Civil con las precisiones que se señala en la Ley Procesal del Trabajo (artículos 18 y 29 de la Ley Procesal del Trabajo, respectivamente). Asimismo, el vínculo que suele existir entre una ley y el reglamento que la ejecuta, especialmente cuando la primera dice que el segundo se ocupará de ciertos aspectos más puntuales.

El segundo caso se presenta, de un lado, cuando la propia Constitución determina que ella se interpreta a la luz de los tratados sobre derechos humanos (Cuarta Disposición Final y Transitoria), conformando entre ellas un bloque que analizamos en el punto 2.3.2. Del otro, cuando una ley establece un beneficio y envía al convenio colectivo o la costumbre para determinar algunos detalles respecto de aquél; por ejemplo, ordena el pago de cierta cifra por asignación familiar y deriva al convenio colectivo la decisión sobre cuánto corresponde por cónyuge y por cada hijo.

Por último, la complementariedad podría surgir entre convenios colectivos o entre uno de éstos y una costumbre. Para lo primero se requiere que haya habido una negociación colectiva articulada y se haya adoptado para algunas materias, esa forma de relación entre los convenios colectivos: el de rama de actividad establece la licencia sindical y el de empresa determina a cuántos y a qué dirigentes se le concede (hemos tratado este asunto antes, en el punto 2.3.4). Para lo segundo, basta que el convenio colectivo remita un aspecto de la regulación a la costumbre: la cláusula señala que habrá una jornada reducida de labores durante los meses de verano, pero atribuye a la costumbre la potestad de precisar el número de horas de trabajo y las horas de ingreso y salida durante esa estación. Se trata de una costumbre llamada y en desarrollo de la norma (como dijimos en el punto 2.3.6).

Como puede verse, en todos los ejemplos sugeridos, se aplica la regulación incompleta de la primera norma y además la de la segunda, que la completa.


4.2.5.2 SUPLEMENTARIEDAD

Toda vez que una norma se configura como mínima y otra la mejora, tenemos entre ellas una relación de suplementariedad. Para desempeñar este papel, la primera requiere poseer un rango mayor que la segunda. Esta relación podría suscitarse, por ejemplo, entre un tratado o una ley y un convenio colectivo, o entre dos convenios colectivos, o entre éste y la costumbre. Cuando el contrato de trabajo, aunque no sea un producto normativo, establezca derechos superiores a los de una norma, también será suplementario a ella.

La figura es frecuente como vínculo entre la ley y el convenio colectivo. Estaremos ante ella siempre que se determine por convenio colectivo una remuneración mayor a la mínima, una jornada menor a la máxima, más días de descanso, una remuneración más alta por vacaciones, más de una remuneración por gratificaciones, etc., incrementando en todos los casos el beneficio fijado por la ley.

Este nexo puede presentarse también entre normas profesionales: un convenio colectivo de rama de actividad que establece un piso y uno de empresa que lo mejora, en un supuesto de negociación colectiva articulada en el que se haya distribuido de ese modo las competencias (cuestión tratada en el punto 2.3.4); o ente éstas y las sociales: una costumbre que construya su beneficio sobre el mínimo previsto por el convenio colectivo, que es, entonces, una costumbre en desarrollo de las normas (asunto que hemos abordado en el punto 2.3.6). Pero no cabe entre la ley y su reglamento. Aunque aquélla se haya constituido como norma mínima, éste no puede aumentar el beneficio, porque ese carácter de la ley se dirige a las normas profesionales o sociales y no al reglamento. De hacerlo, éste será ilegal y deberá eliminarse del ordenamiento.

Ya vimos en el punto 4.2.4.3, las diferencias entre la suplementariedad y el conflicto, atendiendo al tipo de beneficios concedidos por las normas, que provoca entre ellas una u otra forma de vínculo. El principio de la norma más favorable está reservado para la hipótesis del conflicto, en que es indispensable seleccionar una de las normas y desplazar la otra. En la suplementariedad, en cambio, aunque las normas son autónomas, la mayor absorbe a la menor, aplicándose ambas a la vez.